Esperar lo inesperado
Heráclito dice ‘el que no espera lo inesperado, no lo encontrará’. ¿Por qué no esperamos lo inesperado? ¿Por qué no aumentan los milagros?... Hay que esperar lo inesperado, porque si no esperamos lo inesperado, no lo encontraremos (Pablo Domínguez)
Cuenta Santa Teresa del Niño Jesús que, cuando era maestra de novicias, la única que había en el convento le contó un sueño que había tenido. La novicia estaba con su hermana intentando convencerla para que cambiara de vida. En el sueño, la religiosa conseguía convertir a su hermana. Entonces pidió permiso a Santa Teresa para escribirla y contarle el sueño que había tenido, y decirla que Jesús la quería para sí. La idea le pareció bien a Teresa, pero quiso pedir permiso a la Madre, porque estaban en cuaresma y no podían escribir cartas.
La Madre no dio permiso. Las carmelitas, dijo, tienen que salvar a las almas con la oración. Teresa entonces, ¿qué hace? Está convencida que la decisión de la superiora es la voluntad de Dios. Y dice a la novicia: Pongamos manos a la obra, recemos mucho. ¡Qué alegría si al final de la cuaresma hubiésemos sido escuchadas...!
Es frecuente escuchar a las personas quejarse porque Dios no escucha las oraciones. Pedimos, pedimos y pedimos… y Dios no responde, parece que está dormido. Cuántas veces no habremos gritado y golpeado la puerta del cielo, y sentimos que nos dan con la puerta en las narices. Entonces uno se pregunta: ¿por qué Dios no me escucha?
Quizás habría que preguntarse: ¿cómo es mi oración? ¿Rezo (pido) con la seguridad y confianza de que Dios me escucha? No será que rezamos con duda, con incertidumbre, con inseguridad. Deshojamos la margarita, ¿me escuchará? ¿no me escuchará?
Nadie duda, o al menos no deberíamos dudar, de que el pan y el vino se convierten en el Cuerpo y la Sangre de Cristo; nadie duda, o al menos no debería, de que en el sacramento de la confesión se nos perdonan los pecados. Y, a pesar de estas grandes pruebas del amor de Dios, rezamos con desconfianza. Pedimos a Dios, pero lo hacemos con tantas dudas…
Quien pide pone su confianza en Dios, lo espera todo de Él. Pero, al mismo tiempo, quien pide sabe que Dios tiene su tiempo; que sabe dar lo que conviene y cuando conviene. Y en esto también nos tenemos que fiar de Dios. Pedir es unirse a la voluntad de Dios. Él tiene su hora, porque mira siempre a un bien mayor: nuestra salvación. Por eso, cuando oramos a Dios deberíamos preguntarnos: esto que pido ¿me ayudará a acercarme a Dios? ¿me llevará a ser más santo? Esto que estoy pidiendo ¿hará que sea más caritativo y más generoso con el prójimo?
Si oramos con la confianza puesta en Dios, dispuestos a hacer su voluntad, entonces el Señor siempre da en abundancia, porque nadie lo gana en generosidad. Cuando la Virgen pidió a Jesús el milagro de convertir el agua en vino, el Señor no la transformó en cualquier vino, sino en el mejor vino posible.
¡Qué grande es, pues, el poder de la oración! Se diría que es como una reina que en todo momento tiene acceso libre al rey y que puede alcanzar todo lo que pide… Para ser escuchadas, no hace falta leer en un libro una hermosa formula compuesta para esa ocasión. Si fuese así..., ¡qué digna de lástima sería yo...! Fuera del Oficio divino, que tan indigna soy de recitar, no me siento con fuerzas para sujetarme a buscar en los libros hermosas oraciones; me produce dolor de cabeza, ¡hay tantas..., y cada cual más hermosa...! No podría rezarlas todas, y, al no saber cuál escoger, hago como los niños que no saben leer: le digo a Dios simplemente lo que quiero decirle, sin componer frases hermosas, y él siempre me entiende...[1]