Sábado, 18 de mayo de 2024

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La carne consagrada

por Consideraciones sin importancia

 

Bajó el Espíritu Santo sobre Jesucristo, porque era como el principio de nuestra especie para estar primero en Él, el cual no lo recibió para sí, sino para nosotros (San Juan Crisóstomo)

La fiesta del bautismo de Jesús es una fiesta un tanto extraña. Es frecuente que, en las homilías de este día, se hable del sacramento del bautismo. Algo normal, porque el hecho en sí del bautismo de Jesús resulta extraño. Si además añadimos el descenso del Espíritu Santo, ya ni te cuento. Entonces el tema deriva hacia el misterio de la Trinidad. También un recurso muy socorrido.

Sin embargo, que Jesús haya sido ungido por el Espíritu Santo no es algo que tenga que dejarse pasar sin más, entre otras cosas porque precisamente el nombre de “Cristo” viene de aquí, de “Ungido”. ¿Y qué unge el Espíritu Santo en el Jordán? La humanidad del Verbo, o mejor, su carne, y digo “carne” con intención y no cuerpo.

Los antiguos tuvieron mucho empeño en remarcar precisamente esto. Porque la unción o consagración de la carne del Verbo por el Espíritu Santo en el Jordán indicaba, primero que Dios se había hecho hombre verdadero, y no  mera apariencia de hombre; segundo, significaba la reconciliación de lo humano y lo divino. La unción del Verbo en el Jordán realiza de modo perfecto en su humanidad, lo que hará progresivamente en el cristiano: por un lado lo mueve a cumplir la voluntad del Padre y forma en él al hombre nuevo. Es, en definitiva, el paso del primer Adán al segundo Adán; del hombre viejo al hombre nuevo.

Todo esto tiene unas consecuencias importantes. Así, a vuela pluma se me ocurren al menos estas:

Primero, reconocemos que hemos sido creados en unidad de cuerpo y alma, ni una cosa sola, ni la otra. Esto ¿qué significa? Fundamentalmente, que tengo que respetar mi cuerpo, porque ha salido de las manos de Dios y también ha sido ungido, al menos en el bautismo, si no también en la confirmación, por el Espíritu Santo.

Segundo, esta misma efusión del Espíritu Santo y consagración de la carne, se realiza en la Eucaristía, cuando el pan y el vino, es decir, algo material, recibe el Espíritu y se convierte en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Así el creyente, mediante la participación en la Eucaristía, participa en la divinidad mediante la carne y sangre de Cristo.

En tercer lugar, la unción de la carne explica la santidad del matrimonio y el sentido de la virginidad y el celibato. El amor del hombre y de la mujer, amor que se expresa en la unión conyugal, también es sagrado. La virginidad y el celibato, consagración a Dios, anuncian la unión definitiva, esponsal, con Cristo tras la resurrección de la carne.

Y cuarto, si Dios quiere, antes de la muerte mi cuerpo también será ungido con el oleo de los enfermos, indicando de esta forma que la carne, aunque pase por el trance de la muerte, está llamada a la vida. Es decir que la separación del cuerpo y del alma no es definitiva, por eso la Iglesia confiesa, en el credo, la resurrección de  la carne, revestida de incorrupción.

Por tanto, la carne sin Espíritu de Dios esta muerta. Al no tener vida, tampoco puede heredar el reino de Dios. La sangre destituida de Espíritu es irracional, como agua derramada en tierra… En cambio, donde está el Espíritu del Padre, allí el hombre viviente, la sangre racional custodiada para ser custodiada por Dios, la carne poseída en herencia por el Espíritu: olvidada de sí misma a fin de asumir la cualidad del Espíritu; hecha conforme con el Verbo de Dios[1].



[1] Ireneo de Lión, Contra los herejes V, 9, 3

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