Herodes o el drama de la libertad
- Dios lo puede todo, ¿verdad?
- Sí, claro…
- Entonces, ¿podría crear una piedra tan pesada, tan pesada que ni Él mismo fuese capaz de moverla?
- Ya la ha creado.
- ¿Si…?
- Claro. Tu voluntad es esa piedra
(Parte de una conversación con una alumna de 11 años. Enrique Monasterio)
Posiblemente muchos recuerdan el atentado que Juan Pablo II sufrió el 13 de mayo 1981, por parte de Alí Agca, en la plaza de San Pedro. Y es seguro que, también muchos, recuerdan la visita que el Papa le hizo a la cárcel. Yo siempre pensé, quizás porque quería creerlo así, que aquel hombre se había arrepentido y había pedido perdón.
Mi sorpresa, sin embargo, ha sido grande cuando ahora, leyendo el libro del que fue secretario de Juan Pablo II, Stanislao Dziwisz, cuenta que todo fue muy distinto. El Papa le escribió una carta: Querido hermano, ¿cómo vamos a poder presentarnos ante los ojos de Dios si aquí, en la tierra, no nos perdonamos el uno al otro? Esa carta nunca fue enviada. Juan Pablo II quiso visitarlo en la cárcel.
El Santo Padre prefirió ir a su encuentro. Para cumplir aquel gesto de perdón. Y estrechar la mano del hombre que había atentado contra su vida… Y él, en cambio, nada… Pedir perdón, no, eso no le interesaba. No lo hizo jamás. ¡No pidió jamás perdón![1].
¡Vaya sorpresa! Uno esperaría algo distinto, pero no siempre es así. ¿Por qué? Porque la conversión, el arrepentimiento, y también creer exigen la libertad, que el hombre diga sí. Es cierto que siempre es la gracia de Dios la que mueve a la conversión y a la fe, pero cuenta con nuestra libertad. Y el mismo Dios ha querido ser impotente ante una voluntad que se cierra a esa gracia.
¿No sería más fácil que Dios nos obligase a amarlo? Sí, más fácil sí, pero no ha querido. ¿Por qué? Porque Dios quiere un amor de hijos, es decir, de personas libres que deciden amarlo sobre todas las cosas. No quiere una obediencia de esclavos, porque un amor sin libertad no es amor verdadero.
Dios ha querido que fuéramos dueños de nuestro destino, para bien y para mal. Y así, cuando el ángel anuncia el nacimiento de Cristo a los pastores, estos, pudieron decir no, pero respondieron acudiendo a Belén donde reconocieron al Salvador. También los Magos de Oriente. Al ver la estrella, podrían haberse quedado en su casa, pero se pusieron en camino y adoraron al Niño Dios. Lo mismo pudo haber hecho Herodes. Sin embargo, se negó. Había nacido alguien a quien llamaban rey de los judíos. Aquel que veía traidores por todas partes y quería evitar, a toda costa, posibles usurpadores a su alrededor, se encuentra que un niño lo puede destronar.
Dios era alguien que ponía límites a su libertad. Alguien molesto. ¿Qué hubiera sucedido si Herodes hubiese acompañado a los Magos hasta Belén? Y si Herodes se hubiese postrado para adorar al Niño Dios, ¿qué habría pasado? No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que pudo elegir. Y eligió…
Este es el drama de la libertad y una de las grandes paradojas del cristianismo, en la medida en que mi voluntad se identifica con la voluntad de Dios me realizo más plenamente y, en consecuencia, soy más libre.
Herodes es un hombre de poder, que sólo logra ver en el otro a un rival a combatir… Dios le parece un rival, más bien, un rival especialmente peligroso, que querría privar a los hombres de su espacio vital, de su autonomía, de su poder… cuando vemos a Dios así acabamos por sentirnos insatisfechos y descontentos, porque no nos dejamos guiar por Aquel que es el fundamento de todas las cosas… Dios es el amor omnipotente que no quita nada, no amenaza, sino que es el Único capaz de ofrecernos la posibilidad de vivir en plenitud, de experimentar la verdadera alegría[2].