Argumentario laico sobre el matrimonio entre dos personas del mismo sexo
por En cuerpo y alma
Concebido desde un punto de vista que nada tiene que ver con el aspecto religioso e incluso ético de la cuestión, en los cuales en modo alguno pretende entrar este artículo, la concepción y regulación del matrimonio homosexual tal como se ha hecho en España parte de dos errores fundamentales: primero, el de que casarse es la única manera de mantener una relación afectiva o sexual; segundo, el de que los seres humanos se dividen en homosexuales y heterosexuales.
Primer error: casarse es la única manera de mantener una relación afectiva o sexual. Insistiendo una vez más en que lo que aquí se pretende no es entrar en el tema de la corrección ética o religiosa, llevar a cabo dicha relación afectiva o sexual no requiere en modo alguno, como todo el mundo sabe, de su formalización mediante la institución matrimonial. Son concebibles millones maneras de relacionarse sexualmente que no requieren del matrimonio, innecesario extenderse.
A sensu contrario, y por muy deseable que la relación de los cónyuges venga presidida por el amor, el matrimonio no es una institución para legalizar la relación amorosa o sexual entre dos personas: al límite, es incluso concebible un matrimonio sin sexo –y qué decir sin amor-, si no en ningún momento de la vida matrimonial, -lo que haría la institución tan absurda como el matrimonio homosexual-, sí en momentos de la misma que pueden ser incluso muy prolongados, caso que se da con mucha más frecuencia de lo que acostumbramos a pensar, no sólo por circunstancias de la vida que lo imposibilitan (vejez, enfermedad), sino por la libre y voluntaria determinación de los contrayentes consecuente con situaciones de lo más dispar.
La única razón de ser del matrimonio y por lo que la sociedad -por cierto, la sociedad, que no la Iglesia, ¿no me irán Vds. a decir que el matrimonio lo inventó la Iglesia?(1)- es la que va implícita en la propia palabra matrimonio, de matri=madre, maternidad; y de monio=proveer, cuidar: el cuidado de la maternidad.
Por eso justamente es particularmente aberrante desde el punto de vista semántico la expresión “matrimonio homosexual”, como lo sería “oscuridad luminosa” o “ruido silencioso”, porque la maternidad sólo es posible cuando hay una madre, y para que haya una madre es necesario un padre, algo que ni siquiera la adopción por homosexuales ha podido cambiar hasta la fecha, pues hasta para que una pareja homosexual pueda adoptar es preciso que con carácter previo se haya producido esa circunstancia.
Por eso es por lo que en el fondo de la cuestión, -y de una manera que ni siquiera se habrán planteado muchos homosexuales-, subyace la absoluta necesidad de los valedores del mal llamado “matrimonio homosexual” de que junto con la capacidad de acogerse a la institución les venga otorgada la capacidad de adoptar niños, y llevar así aparejada la misma razón de ser que supuso en su momento la institución del matrimonio: el cuidado de la prole. Pero aquí nos tropezamos con una cuestión diferente y que, por cierto, ni siquiera los homosexuales discuten: la adopción no es un derecho de los padres, la adopción es un derecho de los niños, y no pretende ni puede pretender sino equiparar la situación de un niño que, por la razón que sea, se ha quedado sin progenitores, a la de un niño con progenitores, es decir, con padre y con madre.
Segundo error: lo que diferencia a los seres humanos es que unos son homosexuales y otros son heterosexuales (de lo que se extrae la consecuencia de que aquéllos estaban discriminados frente a éstos, al no poder acceder al matrimonio). Pues bien, no. No hay seres homosexuales y seres heterosexuales. Hay hombres y hay mujeres, y lo hay, como bien sabemos, desde el mismo momento de la concepción. El ser homosexual o ser heterosexual no es una condición esencial, intrínseca u originaria de la persona, es sólo una condición conductual, por cierto, no inmutable, ni tampoco excluyente (como tampoco lo es, por cierto, la heterosexualidad). De manera similar a como, sin salir del plano estrictamente sexual, hay personas fogosas y hay personas frígidas; hay personas promiscuas y hay personas castas; hay personas fieles y hay personas infieles; hay personas monógamas y hay personas polígamas… nada de lo cual ha justificado todavía la institución del matrimonio poligámico, promiscuo o fogoso.
En consecuencia con todo lo dicho, cuando interesadamente se plantea la cuestión desde el punto de vista de los derechos de los homosexuales, sólo se busca desvirtuarla con la deliberada intención de hacerla irreconocible. Porque a los homosexuales:
- Ni se les niega el derecho a relacionarse afectuosa y sexualmente en el modo por ellos preferido, (o por lo menos en España y en occidente; a nadie se le escapa que hay países en los que ello puede llegar a costar la muerte).
- Ni se les niega tampoco el derecho a casarse, porque los homosexuales tienen idéntico derecho a casarse que los heterosexuales. Eso sí, cumpliendo, exactamente igual que los heterosexuales, con los requisitos que impone el matrimonio, el principal de los cuales, que no el único -otro de ellos es el conocimiento cabal de las condiciones esenciales de la persona con la que se contrae el matrimonio-, que se lleve a cabo con una persona del sexo opuesto. Desde este punto de vista, es adecuado el símil según el cual, todo el mundo tiene derecho a jugar al fútbol, también aquéllos a los que el fútbol no les gusta, pero eso sí, con los pies, porque si alguien lo hace con las manos, entonces no estará jugando al fútbol sino al balonmano.
Reconozcámoslo pues como es: plantear la cuestión desde el punto de vista de los derechos sólo ha sido pues una cuestión semántica y desde luego estratégica, dirigida a focalizar muy inteligentemente el tema de una modo victimista que ayude a sus valedores al triunfo de su causa.
Dicho todo lo cual, la realidad es que no es del derecho de los homosexuales a casarse, que nadie ha negado, de lo que hablamos ni lo que está en juego: es de la naturaleza de la institución. Una institución que, como digo al principio y repito ahora, no fue concebida para proveer a las personas el bienestar de sus afectos o de sus relaciones sexuales, -para lo cual, fíjense Vds. la paradoja, podría llegar a ser, conceptualmente hablando, hasta una rémora, y para algunos efectivamente, lo es- sino con un fin completamente diferente: proveer de un marco jurídico adecuado a la institución más eficaz en aras del crecimiento ordenado de la sociedad: la familia. Y para la protección, por este orden, de la procreación, de la infancia y de la maternidad. Una sociedad que no tiene porqué entrar –justamente de la intromisión social es de lo que alguna vez se quejó el movimiento gay- en que dos hombres, o dos mujeres, o tres hombres, o tres mujeres, o dos hombres y tres mujeres, se profesen amor y lo practiquen, y sí, en cambio, en la protección de la infancia y de la maternidad en cuanto instrumentos de su propia perpetuación.
(1) De hecho, la Iglesia llega bastante tarde al tema, pero eso es harina de otro costal al que nos referiremos algún día
©L.A.
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