Jueves, 21 de noviembre de 2024

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Dios también llama a nuestros hijos

por O santo o nada


Es un hecho que Dios nos llama a todos. Antes o después. Es un hecho que el Señor de la Historia pasa a nuestro lado y nos invita a seguirle más de cerca de muy diversas maneras y modos. Muchas veces hacemos como que no oímos, como que no va con nosotros esa voz insistente, tan llena de amor. Y seguimos imperturbables nuestro camino, yendo a lo nuestro, entre ruidos obstinados, embebidos en gaudeamus y festejos varios. Con el alma seria y el corazón en su más estricto desasosiego. 

Sí, Dios llama a todos. También a los jóvenes. Diría que con especial insistencia y mimo a los más jóvenes. A esos mismos chavales que hace no mucho tiempo sólo pensaban en jugar, siendo unos verdaderos especialistas en sacar de quicio al que se le pusiera por delante. Y de repente -vaya, vaya-, se plantean cuestiones trascendentes, pillando a los padres un tanto desprevenidos. ¡No puede ser!, dirá alguno. Ya está, ya le han sorbido el seso. Pero si es un niño todavía -para nosotros nunca dejarán de ser niños-, es imposible que se plantee ahora entregar su vida a Dios… ¡mi hijo!   

Pero ocurre. Es la gracia, el fruto de la oración de la Iglesia que se prodiga por las almas en una siembra infinita. Y los planes de los padres quedan en fuera de juego, entre desbaratadas novelerías, mientras nuestros hijos sonríen como nunca antes habían sonreído. ¿Los veis? Una sonrisa que es símbolo de una felicidad que nada en la tierra podrá jamás darles. Y en la familia -una vez superado el primer vértigo- se siente una emoción muy especial, algo demasiado entrañable como para explicarlo en unas cuantas desmañadas palabras. Al fin y al cabo ¿cómo definir el milagro? 

Cada uno de nuestros hijos está llamado por Dios a una específica vocación. Si vivimos en cristiano, y actuamos con coherencia, lo normal es que recemos por esa vocación divina, que deseemos que el Señor los llame a Su lado de una manera o de otra. Porque todos los padres queremos para nuestros hijos lo mejor. ¿O no? “Sobre todo que sea bueno” -me decía una madre hace unos días-, “aunque tenga que ir en silla de ruedas”. Sin embargo, de cara a Dios, dudamos no pocas veces. Nos falta fe. No estamos del todo seguros de la realidad sobrenatural de Su llamada. Y ya no digamos de la consistencia de la respuesta de nuestros hijos. De su sí a Dios. 

Los miedos nos encadenan. Pensamos que no son lo suficientemente maduros, o que si no son fieles van a sufrir mucho (quizá cuando nosotros ya no estemos para ayudarles), o que será cosa de un sentimiento pasajero, o que nuestro hijo no sabe decir que no a nada. Buscamos la seguridad absoluta, sin caer en la cuenta de que quizá nuestro cariño anda algo distorsionado por el egoísmo, y que intentar enmendarle la plana al mismo Dios -en Su Providencia amorosa-, es mal asunto si de verdad queremos la felicidad de nuestros hijos. 

Insisto, debemos rezar más por su vocación sobrenatural. Por la de los nuestros y por la de los demás. Cada uno en su camino. Casados o célibes; laicos, sacerdotes o religiosos. Sin miedo a la santidad. Dios sabe lo que se hace. Por encima de todo son Sus hijos. Como lo somos nosotros.

 

 
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