Pastores y por eso, mártires (4)
Después de la Consagración al Corazón de Jesús en 1925 y de la colocación del bronce de Santa Margarita María Alacoque en 1927, las noticias y referencias seguirán hablando del celo de los sacerdotes que trabajaban en la parroquia de Alcaudete. Don Juan Francisco Rivera Recio, autor de “La persecución religiosa en la Diócesis de Toledo (19361939)”, nos narra de esta manera los sucesos en los días del inicio de la Guerra Civil (págs. 294-298).
El 18 de julio de 1936 regían celosamente la parroquia de la Inmaculada Concepción de Alcaudete de la Jara (Toledo) los Siervos de Dios Clemente Villasante Rodríguez y José Fernández-Avilés Huertas, párroco y coadjutor respectivamente. Instigados por las respectivas familias a huir se negaron a abandonar el pueblo arrojándose por entero en brazos de la Providencia.
El 21 de julio de 1936, buscando refugio, llegó a La Fresneda el capellán del Cardenal Gomá, Anastasio Granados. Antes, según él mismo relató, pudo conversar con don Clemente al pasar por Alcaudete. Después de haberse confesado con él, recibió del párroco el siguiente encargo: “-Si tiene noticias de nuestro encarcelamiento o ejecución, hágase cargo de la parroquia para que no falte la asistencia espiritual necesaria”.
Custodiadas por milicianos la casa rectoral y la del Coadjutor, contiguas e interiormente comunicadas, convencidos de que Dios les quería para el martirio, sin quitarse por un momento la sotana, se dieron totalmente a la oración. Celebraran la Santa Misa, confesaban frecuentemente, alentaban a los familiares y de cuando en cuando subían al torreón de la casa rectoral para desde allí absolver a distancia a los que suponían eran llevados a fusilar.
Por fin, el 30 de julio, una camioneta de milicianos armados llegó a la puerta de la casa reclamando en tono imperativo la presencia de los “Curas”. Ni un momento de vacilación… El Párroco bendijo por última vez al pueblo y a las tiernas lágrimas de sus familiares que les despedían, contestaron: “Ha llegado la hora; es preciso honrar nuestro sacerdocio. ¡Adiós!... ¡Hasta el cielo!...”. En cuanto salieron a la calle, fueron maniatados. El Párroco sin poderse contener les preguntó con espíritu evangélico: “¿Por qué obra buena de tantas como hicimos nos tratáis así?”. Pero entre lloros de sus madres ancianas, gritos de niños asustados y miradas de curiosos que sin protesta veían aquella injusticia, les hicieron subir a la camioneta. Todavía intentó recabar el Párroco unas palabras de defensa: “Qué digan esos que mal les hemos hecho”… El silencio de aquellos fieles cobardes quiso acaso no estorbar el plan de Dios que aceptaba complacido la sangre generosa de los mártires. Pidieron el Breviario y se lo negaron… Arrancó, por fin, la camioneta y en la cuesta primera del pueblo dirigieron su última mirada compasiva y amorosa hacia la parroquia, que, asentada sobre un rico campo de huertas, habían dirigido por espacio de veinte años.
Custodiadas por milicianos la casa rectoral y la del Coadjutor, contiguas e interiormente comunicadas, convencidos de que Dios les quería para el martirio, sin quitarse por un momento la sotana, se dieron totalmente a la oración. Celebraran la Santa Misa, confesaban frecuentemente, alentaban a los familiares y de cuando en cuando subían al torreón de la casa rectoral para desde allí absolver a distancia a los que suponían eran llevados a fusilar.
Por fin, el 30 de julio, una camioneta de milicianos armados llegó a la puerta de la casa reclamando en tono imperativo la presencia de los “Curas”. Ni un momento de vacilación… El Párroco bendijo por última vez al pueblo y a las tiernas lágrimas de sus familiares que les despedían, contestaron: “Ha llegado la hora; es preciso honrar nuestro sacerdocio. ¡Adiós!... ¡Hasta el cielo!...”. En cuanto salieron a la calle, fueron maniatados. El Párroco sin poderse contener les preguntó con espíritu evangélico: “¿Por qué obra buena de tantas como hicimos nos tratáis así?”. Pero entre lloros de sus madres ancianas, gritos de niños asustados y miradas de curiosos que sin protesta veían aquella injusticia, les hicieron subir a la camioneta. Todavía intentó recabar el Párroco unas palabras de defensa: “Qué digan esos que mal les hemos hecho”… El silencio de aquellos fieles cobardes quiso acaso no estorbar el plan de Dios que aceptaba complacido la sangre generosa de los mártires. Pidieron el Breviario y se lo negaron… Arrancó, por fin, la camioneta y en la cuesta primera del pueblo dirigieron su última mirada compasiva y amorosa hacia la parroquia, que, asentada sobre un rico campo de huertas, habían dirigido por espacio de veinte años.
En el trayecto de Alcaudete a Talavera de la Reina (21 kms) no se olvidaron de su función ministerial: hablaron y platicaron con tal fuerza de raciocinio y en tono tan sentimental que uno de los milicianos se mareó y otro viajero de El Membrillo se bajó del coche, quizá por no poder soportar aquella palabra persuasiva y recriminatoria para los asesinos. Llegaron a Talavera y entre miradas siniestras de unos y blasfemias de otros atraviesan la ciudad natal del Párroco, siendo presentado a un Comité. “Aquí nada tenemos que hacer, les dijeron; en su pueblo podíais haber hecho lo que fuera”. Negada también la entrada en la cárcel, determinaron los que les custodiaban llevarles por la carretera de Madrid a la finca llamada “Palomarejos”. Al divisar la ermita de Nuestra Señora del Prado derramaron abundantes lágrimas y pidieron en último esfuerzo les dejaran ir a ver a sus hermanos. Todo inútil. Nada pudo ablandar el corazón de aquellos hombres, ansiosos de ver derramada cuanto antes la sangre de sus víctimas y saciar de algún modo la ira salvaje que les devoraba. Como divisaran a una criada conocida, que por aquel lugar pasaba, le rogaron intercediera para que les dejaran presos en Talavera; pero interrogada por un miliciano simuló no conocerles. Les condujeron a una huerta cercana a la ciudad y… junto a la noria, al grito de ¡Viva Cristo Rey!, recibieron la descarga que les abrió para siempre las puertas del cielo. En una fosa común del Cementerio reposan los cuerpos de aquel Párroco y Coadjutor harto ejemplares, unidos con lazos tan estrechos e identidad de suerte en vida y martirio.
Después de la Guerra los cuerpos fueron trasladados a Alcaudete de la Jara y, actualmente, reposan en la zona del presbiterio de la parroquia de la Inmaculada Concepción.
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