Martes, 24 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

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De las lecciones que podemos extraer del Madrid Arena

por En cuerpo y alma

 
            Es evidente que lo del Madrid Arena huele mal. Instalaciones inadecuadas, políticos que reparten prebendas a empresarios afectos, empresarios varias veces encausados de los que trabajan al amparo del poder (cuánto daño, Dios mío, ha hecho eso a la economía y a la sociedad españolas), y tantas cosas como van saliendo a la luz con mayor o menor claridad…
  
 

           No es, sin embargo, de nada de eso de lo que quiero hablarles hoy, no, sino de otra de las lecciones que cabe extraer de lo ocurrido en esa macrodiscoteca y en otros antros similares en los que vienen hacinándose sin víctimas mortales -pero sí de otro tipo-, desde hace mucho tiempo nuestros jóvenes.
 
            Me produce mucha tristeza que las grandes concentraciones humanas de miles de personas regadas de alcohol y de otro tipo de drogas sea lo que único que parezca entretener a muchos de nuestros jóvenes. Unas concentraciones que no son nuevas, que asemejan tanto a los famosos botellones, y que tanto han sido alentadas desde el poder, ¿y saben qué? ¡hasta desde la familia! O por lo menos, insuficientemente combatidas.
 
            Y digo “parece entretener” porque a nadie se le oculta que de los diez, quince, veinte mil personas que se hallaban en el Madrid Arena, bien, lo que se dice bien, probablemente no llegue a la cuarta parte los que se lo estaban pasando. Reconozcámoslo como es: los demás “hacían” como que se divertían.
 
            No tenemos más que mirar introspectivamente hacia nuestro pasado para reconocer que tantas y tantas cosas de las llamadas “divertidas”, las hemos hecho simplemente porque teníamos que hacerlas, inexorablemente forzados por el ambiente a fingir que lo pasábamos bien, cuando en realidad no lo hacíamos. La diversión sólo se medía, sólo se mide más aún hoy, en dos preguntas: “¿a qué hora llegaste a casa?” y “¿había mucha gente?”. Arrojando un buen índice en las dos, ¿quién necesitaba preguntarnos si, simplemente, nos habíamos divertido?
 
            Particular tristeza me ha producido una de las escenas que nos han pasado por televisión, aquella en la que un chalado fuera de sus casillas disfrazado de batman o sabe Dios de qué extraño pingajo, gritaba hasta desgañitarse (¡qué buena voz para mejores logros!) “¡¡¡¿Podéis creer que ya somos quince mil?!!!” ¿Y qué si eran quince mil? ¿Es que los asistentes se iban a saludar uno a uno todos? ¿Es que porque fueran quince mil se iban a divertir más? ¿Es que si sólo hubieran sido doce buenos amigos no lo habrían pasado por lo menos tan bien, si no mucho mejor?
 
            La masa se impone. En todo el mundo. En toda Europa. Probablemente en nuestro país, donde tantas cosas se han hecho mal al albur de una malentendida libertad, con más fuerza que en ningún otro lugar. Justamente eso es una de los signos que los pésimos informes internacionales apuntan que sobre nuestro sistema educativo: el problema español no radica tanto en las medias de nuestros alumnos, no buenas, pero tampoco tan malas. Lo que llama poderosamente la atención en nuestras escuelas y universidades es la escasez de alumnos aventajados: nuestros jóvenes tienen miedo a sustraerse de la masa. Muchos de ellos están incluso rindiendo, casi diría consciente y premeditadamente, por debajo de sus posibilidades y hasta de sus deseos, con tal de no sobresalir, con tal de no asomar la cabeza, con tal, en definitiva, de parecer un borreguito más, y poder ser, de esta manera, aceptados en el rebaño.
 
            Tenemos que enseñar a nuestros jóvenes a divertirse de otra manera que convirtiéndose en borreguitos: tenemos que enseñarles que hay mucha diversión en reunirse con amigos en la intimidad, en un simple parque, sin necesidad ni siquiera de hallarse ante una mesa pagando una consumición. Disfrutando del campo, disfrutando de la ciudad, de un paseo, de una buena conversación, cantando, leyendo, estudiando, desplegando una actividad, una afición, haciendo voluntariado, en torno a una tertulia, haciendo teatro, ¡trabajando!, yo que sé... ¡hay tantas cosas!
 
            Los padres tenemos en nuestros hijos mucha más influencia de la que ni nosotros mismos creemos o, diría incluso, de la que hemos renunciado a tener. Nuestra pereza puede llevarnos a aceptar que lo que les decimos cae en saco roto, pero lo cierto es que nunca sabemos cuál es la palabra que hace mella, y son muchas más de las que podamos llegar ni a imaginar. Piénsenlo Vds.: seguro que todos tienen el recuerdo de aquella reflexión que un buen día les hizo su padre o su madre, casi sin conciencia de estar diciendo algo importante, escenas que ellos mismos ni recuerdan, y que en Vds., sin embargo, caló como el agua de la lluvia fina. Yo, por lo menos, tengo  muchas, y si le pregunto a mi madre, “mamá, ¿te acuerdas cuando me dijiste que…?” (a mi sabio padre, por desgracia, ya no le puedo preguntar), ella ni se acuerda.
 
            Pero no son sólo los padres: parecida obligación tienen los maestros, los deportistas, los cantantes, los iconos de la juventud… Les diría más: es mucho lo que en ese sentido se puede hacer incluso desde las parroquias, con una finalidad evangélica incluso secundaria o tangencial que vendrá por añadidura, organizando actividades, tertulias, cine fórum, conferencias, meriendas, coros, campamentos, paseos, simples paseos, ¡visitas a enfermos, visitas a ancianos!… De eso saben mucho más que nosotros las iglesias evangélicas, créanme.
 
            El daño, hoy, no vamos a poder sino llorarlo. ¡Qué lección, por cierto, la que están dando algunos padres de esas víctimas, dicho sea de paso! Que al menos nos sirva el mucho dolor producido en el Madrid-Arena para sacar alguna lección positiva y ayudarnos a vivir más felices y a que también nuestros hijos lo hagan. ¡Que la felicidad es algo más que hacinar a millones de muchachos a dar saltos en una nave industrial y con la música rompiéndoles el tímpano a trocitos!
 
 
            ©L.A.
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