Domingo XXIV T.O. y pincelada martirial (C)
¡Qué hermosa es esta página del Evangelio! Tenemos que encuadrarla en el contexto en que Jesús contó esta parábola, precisamente para revelarnos el amor y las entrañas de su Padre. Los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: Éste acoge a los pecadores y come con ellos (Lc 15,2). En estas circunstancias, Jesús contó las tres parábolas que hoy se proclaman.
Cuando hablamos del Padre de las misericordias, afirmaba el cardenal Pironio [El Padre nos espera, página 85 y siguientes (Madrid, 1987)], tenemos necesidad de entrar en comunión muy profunda con los pecadores, con el pecado del mundo, sintiéndonos pecadores nosotros también. Ciertamente podemos caer en dos extremos: uno, pensar exclusivamente en el pecado de los demás; entonces muy fácilmente nos proyectamos y decimos: ¡Qué horror! ¡Cuánto pecado hay en el mundo!, y comenzamos a señalar con el dedo aun dentro de nuestra propia comunidad. O pensamos en el propio pecado y entonces oramos como el fariseo: ¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres... (Lc 18,11).
Otro riesgo es estar de tal manera obsesionados por el propio pecado y la propia miseria, que por un lado olvidemos a la vez la misericordia del Padre y la Sangre de Jesús, y por otro, olvidemos el dolor del pecado de los hombres. Es decir, que tenemos que ser solidarios con el pecado del mundo, no en el sentido de contaminarnos con él, sino llevando como Cristo el pecado del mundo sobre nuestras espaldas y dejando que el Señor nos convierta en víctimas. No se trata de ofrecerse como víctimas, eso es distinto, sino de entrar en Jesús, que es la Víctima, y vivir así.
Después de celebrar la fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz, al día siguiente la Iglesia recuerda y venera a la Madre del Crucificado bajo la advocación de Nuestra Señora de los Dolores. Ambas conmemoraciones nos hablan del momento sagrado de la entrega de Cristo, del cumplimiento de las promesas de Dios, del precio de un rescate. La Sangre de Cristo fue el precio de nuestro rescate y no tiene precio; por ello es preciosísima y por ello la alta dignidad de cada ser humano, que no puede ser comprado ni vendido, porque se ha pagado por él un precio costosísimo.
El padre Lino Herrero, misionero de Mariannhill, recoge esta narración anónima llegada desde Sudáfrica:
En la mañana de un domingo de Pascua, el sacerdote se acercó a su iglesia, portando una jaula oxidada, doblada y vieja; y la colocó junto al púlpito. Varias fueron las cejas curiosas que se alzaron y, con el fin de dar respuesta a la expectación suscitada, el sacerdote comenzó a hablar:
Ayer iba paseando por la ciudad cuando vi a un joven que se me acercaba moviendo alegremente esta jaula para pájaros que veis aquí. En el fondo de la misma había tres pequeños pájaros, tiritando de frío y de miedo. Paré al muchacho y le pregunté:
- ¿Qué llevas ahí, hijo?
- Son algunos pájaros viejos... Voy a llevarlos a casa y a divertirme con ellos... Voy a fastidiarles un poco y les voy a ir arrancando las plumas poco a poco para que se asusten. Me lo voy a pasar en grande.
- Pero más pronto o más tarde te vas a aburrir de esos pájaros y entonces, ¿qué harás con ellos?, le dije.
- Se los daré a los gatos. A los gatos les gustan los pájaros.
Esa fue la respuesta que me dio. Guardé silencio por un momento y le dije:
- ¿Cuánto dinero quieres por esos pájaros, hijo?
El muchacho, extrañado, preguntó:
- ¿Y por qué los quiere usted, señor? Si sólo son simples pájaros silvestres y además viejos. No cantan y no son bonitos, exclamó el joven.
-¿Cuánto pides?, insistió el sacerdote.
El muchacho miró de arriba abajo al sacerdote como si estuviera loco y dijo:
- Te los vendo por 20 Rands.
El sacerdote echó mano a su cartera y sacó un billete de 20 Rands, depositándolo en la mano del joven. En un santiamén el muchacho desapareció. El sacerdote cogió la jaula y gentilmente la llevó al final de un callejón, donde había un árbol y un lugar con hierba. Posando en el suelo la jaula, abrió la portezuela de la misma y, moviendo suavemente las barras, persuadió a los pájaros para que salieran y quedaran libres.
Así se explica el porqué de la jaula junto al púlpito. Pero el sacerdote continuó contando la siguiente historia:
Un día Satanás y Jesús mantuvieron una conversación. Satanás acababa de salir del Edén y estaba fanfarroneando lleno de jactancia:
- Sí, Señor, acabo de coger aquí abajo a todo un mundo lleno de gente. Les puse una trampa, utilizando mi cebo al que yo sabía no podían resistir. Y los cogí a todos.
- ¿Y qué vas a hacer ahora con ellos?, preguntó Jesús.
Satanás añadió:
- Me lo voy a pasar bien con ellos. Les voy a enseñar cómo casarse y cómo divorciarse; cómo odiar y abusar de los demás; cómo beber, fumar y jurar. Les voy a enseñar a fabricar armas y bombas para que se maten unos a otros. Me lo voy a pasar en grande con ellos.
Preguntó después Jesús:
- ¿Y cuándo hagas todo eso, qué piensas hacer?
Satanás miró con orgullo y dijo:
- Les aniquilaré.
Preguntó entonces Jesús:
- ¿Cuánto quieres por ellos?
Satanás intervino diciendo:
- Oh, tú no quieres a esa gente, no tienen nada de bueno. Les vas a coger y luego te van a odiar; te van a escupir, maldecir y matar. Venga, olvídate de ellos.
- ¿Cuánto pides?, preguntó de nuevo Jesús.
Satanás miró a Jesús y, mofándose, dijo:
- Todas tus lágrimas y toda tu Sangre.
A lo que Jesús dijo:
- Trato hecho. Y pagó el precio acordado.
El sacerdote cogió de nuevo la jaula y se alejó del púlpito.
Nuestro Señor Jesucristo ha muerto para darnos la salvación, la vida eterna. Ha derramado su Sangre por cada uno de nosotros. Su preciosa Sangre es el bálsamo que cura nuestras heridas. De la Cruz resurge para nosotros la vida. Satanás, que venció al hombre en un árbol, fue por Cristo en un árbol vencido.
Y, por esto, es necesario que entendamos la proposición que el mismo Jesús nos hace a todos. Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él (Jn 3,17). Es la salvación lo que Cristo viene a ofrecernos. Es el descubrir que todo lo perecedero se va de entre nuestras manos. Por ello, es hermoso poder confesar nuestros pecados y sentir como un bálsamo la palabra que nos inunda de misericordia y nos vuelve a poner en camino; sólo quien ha sentido la ternura del abrazo del Padre puede transmitirla.
Permitidme, antes de terminar, una última observación que nos ayudará a meditar en la actitud del hijo mayor. ¡Qué contraste se nos presenta entre la actitud del hijo mayor, aquel que se había quedado en su casa, y la actitud del Padre! En primer lugar siente fastidio: ¡Qué tanta música! ¡Qué tanta fiesta! Se fastidia porque el siervo le dice: Tu hermano volvió, entonces había que hacer fiesta. Con esto quería decir: Tendrías que estar alegre. Pero él no entendió y no quiso entrar. Entonces el Padre -¡papá!- salió para suplicarle que entrara, pero él le respondió: Hace tantos años que te sirvo... La soberbia de la fidelidad. Eso es tremendo. Yo no soy como los demás hombres…
Creo que es uno de los pecados que pueden meterse más fuertemente entre nosotros: Nosotros somos los que salvamos al mundo con nuestra oración, los que con nuestra austeridad estamos completando lo que falta a la pasión de Cristo, los que nunca hemos gastado, como el hijo pródigo, dinero afuera. Yo nunca he hecho eso -dice el hijo mayor-; en cambio, ese hijo tuyo… Esta actitud del hermano mayor nos tiene que hacer pensar mucho; siente la soberbia de su fidelidad: Yo nunca… [El Padre nos espera, página 92 (Madrid, 1987)].
Que en este nuevo domingo sepamos acudir a la Virgen Santísima para pedir la verdadera humildad. Con tal consejera sabremos reconocernos pecadores. Y que al recordar los dolores de la Virgen María, completemos en nosotros, en favor de la Iglesia, lo que falta a la pasión de Jesucristo.
PINCELADAS MARTIRIALES
14 de septiembre 1936, Palacio veraniego del Papa
Su Santidad Pío XI concedía una audiencia a un grupo de unos 500 españoles, presididos por los obispos de Cartagena, monseñor Miguel de los Santos Díaz Gómara; de Vic, monseñor Juan Perelló y Pou; de Tortosa, monseñor Félix Bilbao Ugarriza; y de Seo de Urgel, monseñor Justino Guitart Viladerbó. Junto a ellos, los sacerdotes, religiosos y seglares prófugos se encontraban en la pequeña plaza situada enfrente de la Residencia pontificia.
La Secretaría de Estado había hecho preparar e imprimir una traducción oficiosa española de la alocución, de la que fue entregado un ejemplar a cada uno de los asistentes.
Estáis aquí, queridísimos hijos, para decirnos la gran tribulación de la que venís, tribulación de la que lleváis las señales y huellas visibles en vuestras personas y en vuestras cosas, señales y huellas de la gran batalla del sufrimiento que habéis sostenido, hechos vosotros mismos espectáculo a nuestros ojos y a los del mundo entero (…).
Venís a decirnos vuestro gozo por haber sido dignos, como los primeros apóstoles, de sufrir pro nomine Iesu (por el nombre de Jesús); vuestra fidelidad, mientras estáis cubiertos de oprobios por el nombre de Jesús y por ser cristianos. ¿Qué diría Él mismo, qué podemos decir Nos, en vuestra alabanza, venerables obispos y sacerdotes, perseguidos e injuriados precisamente por ser ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios?
Todo esto es un esplendor de virtudes cristianas y sacerdotales, de heroísmo y martirios; verdaderos martirios, en todo el sagrado y glorioso significado de la palabra, hasta el sacrificio de las vidas más inocentes, de venerables ancianos, de juventudes primaverales, hasta la intrépida generosidad que pide un lugar en el carro para unirse a las víctimas que espera el verdugo.
Diríase que una satánica preparación ha vuelto a encender más viva aún, en la vecina España, aquella llama de odio y de ferocísima persecución manifiestamente reservada a la Iglesia y a la Religión Católica, como el único verdadero obstáculo para el desencadenamiento de unas fuerzas que han dado ya razón y medida de sí mismas, en su conato de subversión en todos los órdenes, desde Rusia hasta China, desde Méjico a Sudamérica.
Queremos no retardar más la Bendición paterna, apostólica, que habéis venido a pedir al Padre común de vuestras almas, al Vicario de Cristo. Bendición que vosotros, queridísimos hijos, tanto deseáis y que también vuestro Padre desea otorgaros. Bendición que vosotros tan largamente merecéis. Y como vosotros queréis, así también Nos queremos y hemos dispuesto que Nuestra voz que bendice se extienda y llegue a todos vuestros hermanos de sufrimiento y de destierro, que desearían estar con vosotros y no pueden. Sabemos cuán grande es su dispersión; quizás ha entrado también esto en los planes de la divina Providencia para más de un provechoso fin. Esta Providencia os ha querido en muchos lugares, para que vosotros en tantas y tan lejanas partes, con las señales de las tristísimas cosas que han afligido a vuestra y nuestra querida España y a vosotros mismos, llevéis el testimonio personal y vivo de la heroica adhesión a la fe de vuestros mayores, que a centenares y millares (y vosotros sois del glorioso número) ha agregado confesores y mártires al ya tan glorioso martirologio de la Iglesia de España; heroica adhesión que (lo sabemos con indecible consolación) ha dad0 incluso lugar a imponentes y piísimas reparaciones y a tan vasto y profundo despertar de piedad y de vida cristiana, especialmente en el buen pueblo español, que nos hace ver el anuncio y el principio de cosas mejores, y de más serenos días para toda España.
A todo este bueno y fidelísimo pueblo, a toda esta querida y nobilísima España que ha sufrido tanto, se dirige y quiere llegar Nuestra Bendición, como va e irá, hasta el completo y seguro retorno de serena paz, Nuestra cuotidiana oración...