La educación y el verano
por O santo o nada
Las vacaciones traen algunos roblemas con los hijos, pues resulta que sin querer cedes. En lo que sea. Madre y padre estamos agotados de mantener esa tensión que te deja los días exhaustos (el curso ha sido duro); y te relajas, crees que puedes confiar un poco más en ellos, que ya son mayores y responsables, que tienes derecho (¿los padres tienen derechos?) a un merecido descanso. Al menos un aliento. ¿Será verdad por fin? ¿Será posible tanta felicidad? El teléfono móvil viene a ser como una prolongación del cordón umbilical o aquellos aparatitos que poníamos en su cuarto cuando eran bebés para escuchar desde el nuestro si todavía respiraban o comenzaban a llorar desconsolados. “¿Dónde estás? ¿Qué haces? ¿Con quién vas? ¿No estarás fumando? Pórtate bien, sé bueno y a las nueve en casa, como mucho a las nueve y media”.
Y la factura de los teléfonos crece. Y dejas que salgan hasta un poco más tarde, que se vayan a dormir a casa de sus amigos de toda la vida (siempre con los padres atentos), les das algún euro más, casi todos los días vemos una peli en casa… Pero se van tomando licencias. Detectan tu menor exigencia o quizá tu cansancio, o que el padre está ya harto (la culpa es suya que no acierta nunca). Y yo no digo que lo hagan premeditadamente, pero el caso es que contestan más, van más a lo suyo, los padres de los demás son estupendos y tienen unas piscinas muy azules y no gritan, quieren ponerse la ropa que tú no quieres (e ir de vacaciones contigo es un plan no demasiado atractivo la verdad), rezan menos, el desorden alcanza cotas que no comprenden (“¡pero si está todo ordenado!”)…
Bueno, pues en el tira y afloja que es siempre la educación, llegado el verano, los padres estamos a punto de sucumbir. Y para seguir vivos tendemos a darles un poco más de cuerda, confiando, siempre confiando en que por fin, en que ya, en que es llegado el día del santo advenimiento de la responsabilidad. Y te das cuenta que no, que paciencia, que hay que esperar. Y hay que recobrar el terreno perdido y mantenerse firmes y no claudicar a esas miradas tiernas que ponen cuando quieren sacarte algo que les interesa. “Mamita”, “papito”, “os queremos mucho”… Zalamerías sin cuento, y abrazos, y besos. Atención, mucha atención. Son unos hábiles estrategas. Cariño todo el del mundo, pero hay que espabilarse. Decirles más veces no que sí, hacernos fuerza (lo cual no significa que se lo pasen peor). Para que aprendan a valorar las cosas y no se conviertan en déspotas.
Les conviene que sus padres sean padres, y no colegas o meros mantenedores de caprichos. A la larga -¿cuándo llegará ese día Dios mío?- será lo mejor para ellos, aunque nosotros, los padres, andemos ya muy justitos. Y septiembre, desde luego, se nos hará menos cuesta arriba. Palabra.
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