Sábado, 23 de noviembre de 2024

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Obedecer

por Hablemos de Dios

            No puedo entender por qué entre católicos se tenga que polemizar tanto sobre concilios. Me cuesta trabajo comprender cómo se pueda aceptar un concilio y rechazar otro: “Es que éste es dogmático y el otro pastoral, aquello es teología dogmática y lo otro es moral, es un falso concilio, …” Quizás nos tocará profundizar algún día sobre la evolución del dogma, o sobre la comprensión de los dogmas en la historia de la Iglesia, de los matices o grados de autoridad del magisterio ordinario y extraordinario, pero yo creo que la cuestión de fondo es la obediencia.

Obedecer, ¡Qué palabra, qué verbo, qué virtud! Ojalá fuera tan fácil vivirlo como escribirlo. Obedecer está en la cima de la virtud cristiana. Cierto, es la caridad la cumbre de todas las virtudes pero el que no sabe obedecer no sabe amar. He aquí otro de los grandes síntomas de la crisis de la Iglesia: los desobedientes se cuentas por millones. ¿Cuántos católicos viven la doctrina social de la Iglesia? Una cosa es la fe y otra los negocios, dicen. ¿Cuántos católicos viven la enseñanza de la Iglesia sobre la sexualidad, los anticonceptivos, la familia? Los hijos los tengo que criar yo, no el Papa, objetan. ¿Cuántos católicos están pendientes de las enseñanzas de sus obispos y sobre todo del Santo Padre? Poquísimos.

            Pero procuremos llegar a la raíz del problema. ¿Cuántos sacerdotes enseñan la doctrina moral de la Iglesia? Pocos. Y si no la enseñan es porque ni ellos mismos la aceptan o porque no les parece importante, o porque es muy “incómodo” decir lo que resulta “incomodo” para los demás, porque al final nos hacemos “incómodos” para los fieles. A fin de cuentas ese es uno de los dogmas de la postmodernidad: “lo importante es la comodidad, el bienestar”. ¿Por qué los sacerdotes no enseñan la fe católica? Muchas veces porque así se lo han enseñado en el seminario o porque el obispo cojea del mismo pie; quiero decir que tampoco se ocupa de que su presbiterio conozca la fe de la Iglesia. Así que, entre unos y otros, la casa sin barrer. Entiéndase la casa del Señor.

            A veces, incluso los sacerdotes que desean obedecer a la Iglesia no acaban de obedecer en todo, porque siempre se encuentra un atajo para llegar a donde queremos y saltarnos esa norma que no me cae bien: las misas plurintencionales, ese requisito, aquel otro. Todos entendemos que la norma es para el hombre y no el hombre para la norma, que puede haber excepciones; obedecer siempre y en todo es muy difícil, lo que no quiere decir que no estemos llamados a hacerlo.

            Y es que la obediencia es el único camino para construir la unidad de la Iglesia, que es esencial, es nota distintiva. Cristo fue obediente hasta la muerte y muerte de cruz, aprendió sufriendo a obedecer, vino para hacer la voluntad de su Padre. Éste era su alimento cotidiano, llevar a cabo la misión que había recibido. No obedecemos a la Madre Iglesia porque no la consideramos nuestra madre, porque no creemos en la luz del Espíritu que la guía. Nos falta vida espiritual, decíamos, y por tanto nos falta fe: en Cristo y en la Iglesia que ha fundado.

            Mas la raíz más profunda de la desobediencia es la soberbia, el “seréis como Dios en el conocimiento del bien y del mal”. Ese querer decidir yo, no perder un átomo de mi libertad; y no nos damos cuenta de que el único ser verdaderamente libre es Dios y que la obediencia nos pone en tal sintonía con él, que nos hará plenamente libres también a nosotros, en esta vida en alguna medida y en la eterna plenamente libres. “Quiero obediencia y no sacrificios” dice el Señor al rey Saul. La obediencia, a fin de cuentas demuestra nuestra conciencia de ser criaturas, es un camino de humildad que conduce a pasos agigantados a la santidad.

            Tanto los que denigran el concilio de Trento, como los que no quieren aceptar el Vaticano II adolecen de falta de humildad, están demasiado apegados a sus criterios, “saben tanto” y están tan cargados de razones que piensan que pueden contradecir al Papa. No dudo de su intención y de su deseo de agradar a Dios, pero el único criterio seguro para permanecer en la ortodoxia es la obediencia y fidelidad al Papa como legítimo sucesor de S. Pedro. 

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