Lunes, 23 de diciembre de 2024

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¿De verdad se llevaban tan bien San Pedro y San Pablo?

por En cuerpo y alma

 
            Hemos celebrado hace apenas seis días la festividad de San Pedro y San Pablo, los dos grandes próceres de una Iglesia que había de crecer hasta el infinito, día apropiado para preguntarse: y bien, ¿qué sabemos de la relación entre los dos?
 
            Mucho la verdad, mucho más de lo que imaginamos. Y todo ello… ¡sin salir de los textos canónicos! Tanto a través del propio Pablo, que se refiere a Pedro en dos de sus epístolas, Primera a los Corintios y Gálatas, como a través de Lucas que algo relata en los Hechos de los Apóstoles.
 
            Pues bien, de uno y otros documentos, lo primero que se extrae es que Pablo respetaba sinceramente a Pedro (al que por cierto, salvo dos veces en que lo llama Pedro, se refiere siempre a él por su sobrenombre en arameo, Cefas), en quien reconocía el especial carisma que le había sido conferido sobre la comunidad:
 
            “Y reconociendo la gracia que me había sido concedida, Santiago, Cefas y Juan, que eran considerados como columnas, nos tendieron la mano en señal de comunión a mí y a Bernabé (Ga. 2, 9)
 
            Así explica como su primer afán al integrarse en la comunidad a la que con tanto ahínco perseguía antes, fue conocerlo:
 
            “Luego, de allí a tres años, subí a Jerusalén para conocer a Cefas y permanecí quince días en su compañía”. (Ga. 1, 18)
 
            Lo reconoce depositario de la primera aparición de Jesucristo una vez resucitado:
 
            “Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce (1 Co. 15, 3-5).
 
            Y sin embargo, no resiste la tentación de comparar su propia autoridad con la de Pedro, lo que si por un lado es un reconocimiento explícito de ésta, por otro representa también una aspiración indisimulada de equipararla:
 
            “El que actuó en Pedro para hacer de él un apóstol de los circuncisos, actuó también en mí para hacerme apóstol de los gentiles” (Ga. 2, 8).
 
            El asunto no es baladí, y termina produciendo una escisión en la comunidad, como el propio Pablo explica a los corintios:
 
            Me refiero a que cada uno de vosotros dice: «Yo soy de Pablo», «Yo de Apolo», «Yo de Cefas», «Yo de Cristo»” (1Co. 1, 1216).
 
            Algo que, -justo es reconocer-, es el propio Pablo el primero que combate:
 
            “¿Está dividido Cristo? ¿Acaso fue Pablo crucificado por vosotros? ¿O habéis sido bautizados en el nombre de Pablo?” (1Co. 1, 13).
 
"La disputa de San Pedro y San Pablo". Conociendo a los personajes
pudo ser  algo menos sosegada de lo que aquí retrata Rembrandt.
            Pero la tensión existió. No sólo existió, sino que incluso, llegó a estallar abierta y públicamente:
 
            Mas, cuando vino Cefas a Antioquía, me enfrenté con él cara a cara, porque era censurable (Ga. 2, 11).
 
            ¿Qué había ocurrido? Pablo da su versión de los hechos:
 
            “Pues antes de que llegaran algunos de parte de Santiago, comía en compañía de los gentiles; pero una vez que aquéllos llegaron, empezó a evitarlos y apartarse de ellos por miedo a los circuncisos. Y los demás judíos disimularon como él, hasta el punto de que el mismo Bernabé se vio arrastrado a la simulación.
            Pero en cuanto vi que no procedían rectamente, conforme a la verdad del Evangelio, dije a Cefas en presencia de todos: «Si tú, siendo judío, vives como gentil y no como judío, ¿cómo fuerzas a los gentiles a judaizar?» (Ga. 2, 1214)
 
            El violento enfrentamiento tiene una consecuencia inmediata no sé si esperable o no esperable: la aceptación por parte de Pedro de los puntos de vista de Pablo. Tanto así que una vez en Jerusalén, esto es lo que ocurre. Nos lo cuenta Lucas esta vez:
 
            “Cuando Pedro subió a Jerusalén, los de la circuncisión se lo reprochaban diciéndole: “Has entrado en casa de incircuncisos y has comido con ellos”” (Hch. 11, 1-3).
 
            Lo que ocurre luego nos lo sigue contando Lucas:
 
            “Bajaron algunos de Judea que enseñaban a los hermanos: «Si no os circuncidáis conforme a la costumbre mosaica, no podéis salvaros.» Se produjo con esto una agitación y una discusión no pequeña de Pablo y Bernabé contra ellos; y decidieron que Pablo y Bernabé y algunos más de ellos subieran a Jerusalén, adonde los apóstoles y presbíteros, para tratar esta cuestión […].
            Llegados a Jerusalén fueron recibidos por la iglesia y por los apóstoles y presbíteros, y contaron cuanto Dios había hecho juntamente con ellos.
            Pero algunos de la secta de los fariseos, que habían abrazado la fe, se levantaron para decir que era necesario circuncidar a los gentiles y mandarles guardar la Ley de Moisés. Se reunieron entonces los apóstoles y presbíteros para tratar este asunto” (Hch. 15, 1-6).
 
            Es lo que se da en llamar el Concilio de Jerusalén, acontecido probablemente hacia el año 47 d. C.. Un concilio en el que un Pedro totalmente ganado para la causa de Pablo realiza este apasionado y clarísimo discurso:
 
            “Hermanos, vosotros sabéis que ya desde los primeros días me eligió Dios entre vosotros para que por mi boca oyesen los gentiles la palabra de la Buena Nueva y creyeran. Y Dios, conocedor de los corazones, dio testimonio en su favor comunicándoles el Espíritu Santo como a nosotros; y no hizo distinción alguna entre ellos y nosotros, pues purificó sus corazones con la fe. ¿Por qué, pues, ahora tentáis a Dios imponiendo sobre el cuello de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros pudimos sobrellevar? Nosotros creemos más bien que nos salvamos por la gracia del Señor Jesús, del mismo modo que ellos” (Hch. 15, 711).
 
            Que sirve para cerrar el Concilio de Jerusalén con una sentencia totalmente conveniente para la causa de los partidarios de incorporar a la Iglesia de Cristo también a los venidos del mundo de la gentilidad sin necesidad siquiera ni de circuncidarse, ni de acudir al Templo, ni de practicar los muchos rituales judíos, ni siquiera las estrictas prescripciones alimentarias, con esta sola excepción:
 
            “Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros [los apóstoles constituídos en colegio] no imponeros más cargas que éstas indispensables: abstenerse de lo sacrificado a los ídolos, de la sangre, de los animales estrangulados y de la impureza. Haréis bien en guardaros de estas cosas. Adiós” (Hch. 15, 28-29).
 
            He aquí pues resumida, la relación que unió a los dos grandes líderes del paleocristianismo, Pedro y Pablo, que luego habrían de encontrarse una vez más en Roma y puede que, como vimos ayer, hasta morir el mismo día. Pero todo ello, aun siendo no menos interesante, es harina de otro costal, las fuentes ya no son estrictamente las canónicas, y por lo tanto, parece oportuno dejarlo para mejor ocasión. Que por hoy, y como tantas veces les digo, ya hemos tenido bastante ¿no les parece?
 
 
            ©L.A.
            encuerpoyalma@movistar.es
 
 
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