Martes, 24 de diciembre de 2024

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Del limbo de los niños: breve reseña histórica

por En cuerpo y alma

 
            El pasado 19 de abril, aprovechando el 5º aniversario del documento, escribí un artículo que titulé “Cinco años ya desde que el limbo fue cerrado”, donde me refería al texto publicado por una Comisión teológica internacional dependiente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, y titulado “La esperanza de salvación para los niños que mueren sin bautismo”, en el que entre otras cosas, se decía que “esta teoría [la del limbo], elaborada por los teólogos a partir de la Edad Media, nunca ha entrado en las definiciones dogmáticas del Magisterio” lo que no quita para que, siempre según el mismo documento, “el mismo Magisterio la ha mencionado en su enseñanza hasta el concilio Vaticano II”. Según el propio documento las intervenciones pontificias en este periodo “han protegido la libertad de las escuelas católicas para afrontar esta cuestión” si bien, afirma “no han adoptado la doctrina del limbo como una doctrina de fe” y eso que, siempre según el documento “ha sido la doctrina católica común hasta la mitad del siglo XX”.

Tres almas infantiles alimentadas por ángeles. Libro de Horas de Catalina de Cleveland.

            El propio documento realiza un repaso de lo que son las concepciones del limbo a lo largo de la historia, en un esquema que es el que me propongo seguir en este artículo. Según él, Gregorio de Nisa (m. h. 400) es el único de los Padres griegos que escribe una obra específicamente dedicada al destino de los niños que mueren, De infantibus praemature abreptis libellum, en la que afirma: “La muerte prematura de los niños recién nacidos no es motivo para presuponer ni que sufrirán tormentos ni que estarán en el mismo estado de los que en esta vida han sido purificados por todas las virtudes”, avanzando ya la tesis de que existe un lugar diferente a cielo e infierno para estos niños muertos sin bautizar aunque no explicita ni donde ni como es.
 
            Entre los Padres latinos el destino de los niños no bautizados será uno de los campos de batalla durante las que podemos denominar “controversias pelagianas” al comienzo del siglo V. El hereje Pelagio enseñaba que los niños podían salvarse sin ser bautizados. En su oposición a Pelagio, San Agustín pondrá los pilares sobre los que discurrirá en adelante la discusión sobre el tema: por un lado, como afirma en su Sermón 294, “el único remedio para el pecado de Adán, transmitido a todos a través de la generación, es el bautismo. Los que no han sido bautizados no pueden entrar en el Reino de Dios. El día del juicio, los que no entrarán en el Reino serán condenados al infierno”, ya que según él “no hay un ‘estado intermedio’ entre el cielo y el infierno”, es decir no hay lugar para un limbo. Pero por otro, como afirma en su Enchiridion ad Laurentium “Dios es justo. Si condena al infierno a los niños no bautizados es porque son pecadores”, pero acepta que en el infierno, sufrirán un “castigo muy suave” (mitissima poena).
 
            El Concilio de Cartago del año 418 que rechaza la enseñanza de Pelagio, sobre los niños muertos sin bautismo y reafirma que no existe «algún lugar intermedio o lugar alguno en otra parte donde viven bienaventurados los niños que salieron de esta vida sin el bautismo, sin el cual no pueden entrar en el reino de los cielos que es la vida eterna»
 
            La opinión de Agustín de Hipona influye en otros padres latinos como San Jerónimo, San Fulgencio, Avito de Vienne o San Gregorio Magno, quien afirma que Dios condena también a aquellos que tienen en su alma sólo el pecado original y que incluso los niños que no han pecado por su voluntad deben ir a los “tormentos eternos”.
 
            Pero la mayoría de los autores medievales posteriores, a partir de Pedro Abelardo, subrayan la bondad de Dios e interpretan el “castigo muy suave” de San Agustín como la privación de la visión beatífica (carentia visionis Dei), sin esperanza de obtenerla, pero sin otras penas adicionales. Es precisamente esta parte de la proposición agustiniana, la suavidad de las penas de los infantes no bautizados, la que lleva a partir del siglo XIII a atribuir a los niños no bautizados un destino esencialmente diferente del de los santos en el cielo, pero también parcialmente diferente del de los condenados, a los cuales, no obstante, quedan asociados. Se acuña entonces la expresión “limbo de los niños” para designar el “lugar de reposo” de estos niños, un lugar que es el “límite” (limbo) de la región inferior. El documento no dice quien es el primero en utilizar la expresión pero quizás lo fuera el dominico San Alberto Magno (11931206).
 
            En la Edad Media el Magisterio eclesiástico afirmó más de una vez que “los que mueren en pecado mortal” y los que mueren “sólo con el pecado original” reciben “penas diferentes”. Así por ejemplo el II Concilio de Lyon, la Profesión de fe de Miguel Paleólogo; la Carta a los armenios de Juan XXII; o el Concilio de Florencia en su Decreto Laetentur caeli. Santo Tomás de Aquino en su “De malo” aún mitiga más la pena, al afirmar que al no conocer aquello de lo que están privados, los niños que mueren sin bautismo no sufren por la privación de la visión beatífica.
 
            Tras el Concilio de Trento, una serie de papas (Paulo III, Benedicto XIV, Clemente XIII) defienden el derecho de los católicos a enseñar la severa doctrina de Agustín de Hipona, según la cual los niños que morían con el solo pecado original eran condenados y castigados con el tormento perpetuo del fuego del infierno, aunque eso sí, con el “castigo suavísimo” de San Agustín. Pero cuando el Sínodo jansenista de Pistoia (1786) denuncia la teoría medieval del “limbo”, el también Papa Pío VI en la bula Auctorem fidei (1794), condena como “falsa, temeraria e injuriosa contra las escuelas católicas” la doctrina jansenista “que reprueba como una fábula pelagiana aquel lugar de los infiernos (al que corrientemente designan los fieles con el nombre de limbo de los párvulos), en que las almas de los que mueren con sola la culpa original son castigadas con la pena de daño sin la pena de fuego, como si los que suprimen en él la pena del fuego, por este hecho introdujeran aquel lugar y estado carente de culpa y pena como intermedio entre el reino de Dios y la condenación eterna como lo imaginaban los pelagianos”.
 
            En el periodo que precedió al Concilio Vaticano I surge un fuerte interés en la definición de la doctrina católica sobre el tema, un interés que se plasma en el esquema de la constitución dogmática “De doctrina católica” preparada para el concilio, la cual, aunque finalmente no fue sometida al voto, presentaba el destino de los niños muertos sin bautismo como un estado a medio camino entre el de los condenados por una parte, y el de las almas del purgatorio y el de los bienaventurados por otra. “Etiam qui cum solo originali peccato mortem obeunt, beata Dei visione in perpetuum carebunt” (“adonde van los que mueren con el solo pecado original, careciendo de la beata visión de Dios para siempre”): la teoría del limbo en definitiva.
 
            Si bien, y cito textualmente el documento, ya “en el siglo XX los teólogos pidieron el derecho de poder imaginar nuevas soluciones, incluida la posibilidad de que la plena salvación de Cristo llegara a estos niños”, que desembocará finalmente en el pronunciamiento realizado en el documento “La esperanza de salvación para los niños que mueren sin bautismo” de la Comisión teológica internacional dependiente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que citábamos al inicio.
 
 
            ©L.A.
            encuerpoyalma@movistar.es
 
 
 
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