Ante la muerte, ¿esperanza o desesperación?
por Déjame pensar
El tema me lo ha sugerido un escrito de San Efrén que he leído hoy, pues celebramos su fiesta. En uno de sus escritos, en el inicio de la Iglesia (siglo IV) habló así: “Ahuyenta, Señor, con la luz diurna de tu sabiduría, las tinieblas nocturnas de nuestra mente, para que, iluminados por ti, te sirvamos con espíritu renovado y puro. La salida del sol representa para los mortales el comienzo de su trabajo; adereza, Señor, en nuestras almas una mansión en el que pueda continuar aquel día que no conoce el ocaso. Haz que sepamos contemplar en nosotros mismos la vida de la resurrección, y que nada pueda apartar nuestras mentes de tus deleites. Imprime en nosotros, Señor, por nuestra constante adhesión a ti, el sello de aquel día que no depende del movimiento solar".
"Te pedimos que aquella belleza espiritual que tu naturaleza inmortal hace brotar en la misma mortalidad nos haga comprender nuestra propia belleza...
"Concédenos, Señor, que caminemos con presteza hacia nuestra patria definitiva y que, como Moisés desde la cumbre del monte, podamos ya, desde ahora, contemplarla por la fe”.
Habla de la salida del sol. Ello me hace recordar el pensamiento, repetido por más de uno, de que el sol no se pone para desapareces, sino para ir a iluminar, con su luz y su alegría, otros grandes horizontes que están en tinieblas. Para que se realice que este mundo del hombre, en el que él se afana tras la felicidad que tanto ansía, el Señor lo vista de luz temprana y de radiante sol a mediodía.
La inmortalidad del hombre no es una afirmación que haya que buscarse en la Biblia con algún esfuerzo, pues está muy al principio de ella. En la misma creación del hombre, la decisión de Dios se enuncia así: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”. Ello supone crear un ser inteligente y encarrilado a una vida eterna. Sin ello no sería la persona imagen de Dios. Aunque esa vida eterna no lo sea sin pasar por una muerte y una resurrección. Esto fue plenamente inteligible desde la vida, muerte y resurrección de Jesús. Explicitó que él era el camino para llegar al Padre.
Ello supone y exige no oponerse consciente y radicalmente a Dios. Supone pedirle perdón, en tantas ocasiones en que erramos en nuestra vida leve o gravemente.
Acerca de la vida futura de la persona he tenido en mi larga vida muchas y largas charlas, homilías y diálogos privados. Recuerdo un caso muy particular. Era un intelectual, que llegó en su vida profesional a ser conocido por sus estudios y conferencias, sobre su especialidad, que era la psicología y muchos aspectos de la vida intelectual. profundamente analizada. Ya anciano y retirado de la docencia y de ambientes que estimaba y en los que era estimado, un pariente próximo me habló de él y de su deseo de tener un encuentro conmigo, aunque yo no lo conocía. Accedí gustoso y una mañana tuvimos ocasión de encontrarnos en su casa.
No he advertido que mi amigo, su pariente, me advirtió que su tío era un hombre de gran nobleza y grandes virtudes, pero que no tenía fe. La conversación fue muy larga e interesante; ambos hablábamos con toda sinceridad y cordialidad. Y, en más de una ocasión, llegamos a un punto en que él, respetuosa, pero lealmente, me decía. “¿Ve usted? Ya hemos llegado a otro punto en el que no coincidimos, por la fe”. Pero él seguía abriéndose y, en un momento determinado, exclamó con rotundidad: “Los que creen que, tras esta vida, no hay nada, están rotundamente equivocados”. Mi comentario fue: “¿Ve usted? En este punto estamos de acuerdo. La diferencia está en que usted. espera “algo” tras la muerte. Yo espero “Alguien”. Aceptó nuestra coincidencia y diferencia y seguimos hablando. Quise tener otras ocasiones de diálogo con él, pero su situación física empeoró rápidamente, lo que me impidió tener nuevos encuentros. Y lo sentí, pero pensé que Dios no le defraudaría en su esperanza de encontrar algo tras la muerte...
Y quiero terminar con una plegaria a Dios, inspirada en los comentarios de San Efrén del inicio del artículo: “Te pedimos, Señor, que la claridad de la resurrección de tu Hijo ilumine las dificultades de nuestra vida, que no temamos ante la oscuridad de la muerte y podamos llegar un día a la luz que no tiene fin”.
"Te pedimos que aquella belleza espiritual que tu naturaleza inmortal hace brotar en la misma mortalidad nos haga comprender nuestra propia belleza...
"Concédenos, Señor, que caminemos con presteza hacia nuestra patria definitiva y que, como Moisés desde la cumbre del monte, podamos ya, desde ahora, contemplarla por la fe”.
Habla de la salida del sol. Ello me hace recordar el pensamiento, repetido por más de uno, de que el sol no se pone para desapareces, sino para ir a iluminar, con su luz y su alegría, otros grandes horizontes que están en tinieblas. Para que se realice que este mundo del hombre, en el que él se afana tras la felicidad que tanto ansía, el Señor lo vista de luz temprana y de radiante sol a mediodía.
La inmortalidad del hombre no es una afirmación que haya que buscarse en la Biblia con algún esfuerzo, pues está muy al principio de ella. En la misma creación del hombre, la decisión de Dios se enuncia así: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”. Ello supone crear un ser inteligente y encarrilado a una vida eterna. Sin ello no sería la persona imagen de Dios. Aunque esa vida eterna no lo sea sin pasar por una muerte y una resurrección. Esto fue plenamente inteligible desde la vida, muerte y resurrección de Jesús. Explicitó que él era el camino para llegar al Padre.
Ello supone y exige no oponerse consciente y radicalmente a Dios. Supone pedirle perdón, en tantas ocasiones en que erramos en nuestra vida leve o gravemente.
Acerca de la vida futura de la persona he tenido en mi larga vida muchas y largas charlas, homilías y diálogos privados. Recuerdo un caso muy particular. Era un intelectual, que llegó en su vida profesional a ser conocido por sus estudios y conferencias, sobre su especialidad, que era la psicología y muchos aspectos de la vida intelectual. profundamente analizada. Ya anciano y retirado de la docencia y de ambientes que estimaba y en los que era estimado, un pariente próximo me habló de él y de su deseo de tener un encuentro conmigo, aunque yo no lo conocía. Accedí gustoso y una mañana tuvimos ocasión de encontrarnos en su casa.
No he advertido que mi amigo, su pariente, me advirtió que su tío era un hombre de gran nobleza y grandes virtudes, pero que no tenía fe. La conversación fue muy larga e interesante; ambos hablábamos con toda sinceridad y cordialidad. Y, en más de una ocasión, llegamos a un punto en que él, respetuosa, pero lealmente, me decía. “¿Ve usted? Ya hemos llegado a otro punto en el que no coincidimos, por la fe”. Pero él seguía abriéndose y, en un momento determinado, exclamó con rotundidad: “Los que creen que, tras esta vida, no hay nada, están rotundamente equivocados”. Mi comentario fue: “¿Ve usted? En este punto estamos de acuerdo. La diferencia está en que usted. espera “algo” tras la muerte. Yo espero “Alguien”. Aceptó nuestra coincidencia y diferencia y seguimos hablando. Quise tener otras ocasiones de diálogo con él, pero su situación física empeoró rápidamente, lo que me impidió tener nuevos encuentros. Y lo sentí, pero pensé que Dios no le defraudaría en su esperanza de encontrar algo tras la muerte...
Y quiero terminar con una plegaria a Dios, inspirada en los comentarios de San Efrén del inicio del artículo: “Te pedimos, Señor, que la claridad de la resurrección de tu Hijo ilumine las dificultades de nuestra vida, que no temamos ante la oscuridad de la muerte y podamos llegar un día a la luz que no tiene fin”.
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