Lunes, 23 de diciembre de 2024

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En enero de 1936 "Estampa" nos permite poner rostro a los que sufrieron persecución y martirio

Martirio en la Cartuja de Montalegre (4)

por Victor in vínculis

Aunque puede parecer que con la segunda entrega de los artículos escritos por JUAN PUENTE para Estampa nos separamos del tema del martirio de los cartujos de Montealegre al centrarnos en la figura del general Nicolai, recuerdo que los milicianos le iban buscando:

«Sin embargo, hacia las 18 h. comenzó el asalto, realizado a un mismo tiempo con cautela y furia, porque había corrido el bulo de que los cartujos disponían de armas, y que había entre ellos un antiguo oficial ruso zarista, el general Nicolai».

Además ofrecemos estas cuatro fotografías publicadas junto al artículo del 1 de febrero de 1936. 

El general Nicolai, ayudante del zar, dice que la gran duquesa Olga vive

LA VIDA DE LOS CARTUJOS

Marchamos por los claustros góticos de la cartuja, en el momento en que uno de los legos (quién sabe si un médico o un ilustre profesor) va dejando en el torno correspondiente a cada celda el alimento que una vez al día sirven a los frailes: sopa, dos pimientos fritos, un huevo cocido, mermelada, un zoquetito de pan de tres onzas que ha de durarles de jueves a sábado, y un poco de vino, que beben mezclado con agua. Los cartujos no se desayunan y nunca comen carne. Desde Pascua de Resurrección al 14 de diciembre, cenan ensalada y dos huevos una vez a la semana. De mayo a julio, esa misma colación se repite en nueve ocasiones. 

Esto cuesta un pequeño esfuerzo de voluntad, sobre todo al principio, pero ¿qué no cuesta en este mundo? El hábito de lana, un cilicio interior que siempre se lleva, el afeitado de la barba y de la cabeza dos veces al mes, la privación de noticias y de relaciones, hacen que esta vida resulte grave y austera. Actualmente la llevan con alegría en este monasterio cincuenta personas de distinta nacionalidad y condición social. Además, en la cartuja se goza de buena salud, y los casos de longevidad son frecuentes. 

LA CELDA DEL GENERAL 

El que fue ayudante de Nicolás II ocupa una celda amplia y espaciosa. Mejor que celda, parece una casita, a la que no falta el taller y el jardín, completamente independiente. Los compartimentos de la celda tienen dimensiones aproximadamente iguales. El primero, que sirve como de vestíbulo al segundo, se llama del Ave María. Hay allí una mesita adosada a la pared y una tarima para arrodillarse. En la otra habitación pasa el cartujo la mayor parte del tiempo. Consta de un jergón sobre un catre de hierro, un oratorio, una mesa de estudio y un estante con libros, Dependencias de la celda son también el jardín, donde cultiva sus plantas y sus flores con un espléndido mirador, y el taller en el que ejecuta ese trabajo manual. 

Un centenar de celdas, separadas por gruesos tabiques, constituyen el claustro, con una huerta en el centro y el cementerio, “la casa de la eternidad”. 

EL GENERAL HABLA 

El general Nicolai nos sorprende fisgoneando en su celda. Hace una reverente inclinación de cabeza y se recoge en su pupitre. En la penumbra de la celda distingo penosamente los rasgos de sus facciones. Parece una imponente figura de cera. 

- ¿No siente pesar de haber dejado sus amistades, la carrera militar?, le interrogo en francés.

Con voz suave, sin volver el rostro, responde en buen castellano:

-Para mí, el ideal de la vida es la monástica. Creo que hacen más por el mundo los que oran que los que pelean. Si el mundo va de mal en peor, consiste en que son más las batallas que las oraciones.

- ¿Tan prodigiosos reputa los efectos de los rezos, aun en las cosas humanas?

-Para que la sociedad esté en reposo, es necesario cierto equilibrio, que solo Dios conoce. La clave de los grandes trastornos está quizá en el rompimiento de ese equilibrio. 

“TODOS MURIERON. MENOS UNO” 

La entrevista ha terminado. El padre procurador, cuya amabilidad, sin embargo, no sé cómo agradecer, nos invita a salir. Pero no me muevo. Permanezco quieto, indeciso. Ardo en la tentación de preguntar a aquel misterioso personaje por la suerte que hayan corrido el zar, la familia Romanof, muerta hace diecisiete años, según se dijo, a manos de los bolcheviques. 

-Por favor, padre, aclare una duda que pesa sobre muchos millones de almas desde una trágica noche de julio de 1918. Nicolás II, la emperatriz Alejandra, el zarevitch y las duquesas, ¿fueron fusilados por los bolcheviques?

-Sí, todos murieron Ekaterinemburgo, menos uno.

- ¿Menos uno? ¿Se salvó acaso el zarevitch Alexis?

-No.

- ¿El zar?

-No. 

“OLGA, SOLO…” 

- ¿Su mujer, la emperatriz Alejandra?

- ¡No! Solo Olga logró huir.

- ¿Cómo, adónde?

-No recuerdo.

- ¿Vive todavía?

-Vive.

- ¿En qué parte del mundo?

-Lo olvidé. 

En vano ya todo intento. Mi insistencia chocó con el absoluto hermetismo del fraile. El procurador me empujó levemente hacia la puerta. Llamó al portero de las barbas blancas para que nos acompañase al exterior del recinto del monasterio. Salimos cuando empezaba a oscurecer. 

¿DÓNDE ESTÁ OLGA? 

¿Hay quien sepa la verídica historia de la gran duquesa Olga Nicolajewna Romanof, desde los días sombríos de la revolución rusa hasta hoy?

¡Vive!, afirmó el monje de la Cartuja de Montealegre. No es posible dudar de la palabra de un hombre de su categoría. Es preciso creerle. Olvidó o no quiso indicar su actual residencia. Pero Olga, ¿está soltera? ¿Está casada? ¿Está viuda? El año 1928 apareció en Nueva York, casada con un húsar del antiguo ejército imperial. Sumisa, bondadosa, resignada. Los periódicos dieron mil detalles de su físico, se renovó la imaginaria historia de sus andanzas, se habló de sus proyectos, se reprodujeron sus conversaciones. Todo un vértigo de suposiciones, de aseveraciones, de proyectos, atribuidos unos, supuestos otros… 

Antes de esa odisea, se la describió en Berlín, deambulando por un barrio humilde y solitario, abatida por su inmensa tristeza: soltera, pobre, desesperada. Nadie sabía cómo había llegado hasta allí, y nadie supo después cómo partió ni adónde fue. 

¿Pero qué? ¿Acaso no se la vio también en París, en las fiestas suntuosas de los nobles compatriotas suyos, emigrados, lo mismo que ella? ¿No se la imaginó en otra oportunidad rehaciendo su vida azarosa en Viena, establecida con una casa de modas, en la que su elegante solicitud de mujer fascinaba a los clientes de la alta sociedad? ¿Y no hacía ella misma, con sus manos primorosas, prodigios de filigrana, horadando hábilmente los trajes de seda, que luego se vendían a precios fabulosos? 

Si esto puede ser extraordinario, nada de ello es comparable con el don de ubicuidad que se desprende de las informaciones periodísticas, situándola en diversos países del mundo. Tan pronto está en una aldea lejana de Siberia, viviendo primitivamente, sin ropas, careciendo de alimentos, reacia a todo contacto con la civilización, de fantasía y encantamiento, capaz de embeber como simultáneamente se la ve en misa, contraída a la vida silenciosa de un viejo palacio, custodiada por fiel servidumbre. 

Hace cinco años, el nuevo hallazgo vino de Milán. Una señora tenía una pensión. Un día entró en su casa un matrimonio. Él era oficial italiano. Ella, una mujer extranjera. De alcurnia debía ser, según el concepto de la buena dueña de la hospedería, puesto que tenía modales exquisitos y dominaba muchos idiomas. 

Al cabo de unos meses, la dueña de la pensión confesó que llegó a confirmar la identidad de Olga Nicolajewna Romanof por las fotografías publicadas en diarios y revistas. 

Y después de esas numerosas versiones, contradictorias, la duquesa de Tzarkoile-Selo, que aparece y desaparece, que viaja de incógnito y se transforma en las personalidades más extravagantes, que de pronto emprende la partida en un lujoso transatlántico, acompañada de un esposo exótico, y que al mismo tiempo es perseguida por una ciudad remota cualquiera, sigue tan desaparecida como cuando huyó de Ekaterinemburgo para dirigirse a Suiza. 

La opulenta dama de fascinante belleza moscovita, que disfrutó de los placeres de uno de los imperios más seculares de la tierra, se ha convertido, con la tragedia roja, en una figura legendaria, digna de los cuentos de Perrault, quien seguramente no pensó jamás que un día de la venidera civilización, un personaje real, una princesa de carne y hueso, grande y poderosa, podría convertirse en motivo exclusivo a los niños, luego de haber dejado de interesar a los hombres… 

Así como se dice que, estando en Milán, contestó a alguien, en finísimo francés:

-Ya ve usted; he sido rica y ahora no tengo nada.

¿Responderá a estas horas si cuenta con la inmensa fortuna de su vida?

Lo mismo que en los relatos ingenuos de niños, podría preguntársele:

- ¿Por qué no responde Olga Nicolajewna Romanof? ¿En dónde está?

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