¿Lucha de poder en la Iglesia?
Una noticia de este tipo siempre causa expectación y un cierto escándalo. Es inevitable. Y generalmente siempre surgen preguntas: ¿será cierto? ¿qué habrá detrás? ¿en la Iglesia ocurren estas cosas? A vuela pluma, se me ocurren algunas consideraciones.
Vamos a suponer que la noticia es falsa. Sí, alguien, parece que una persona cercana al Papa, ha robado documentos y los ha vendido, pero no hay nada más. El problema se reduce a una cuestión de avaricia, alguien que quería dinero. A consecuencia de esto, algunos medios se habrían aprovechado para difundir una supuesta lucha de poder.
Si éste fuera el caso, ¿por qué extrañarse? En tiempos de crisis, en una época de pérdida de valores, la única institución que se puede presentar como garante de unos principios éticos, coherente con aquello que anuncia, es la Iglesia. Presentarla como una institución corrupta, donde se ambiciona el poder, es una forma de desprestigiarla. Así se ponen en cuestión no sólo a los que están en la Iglesia, especialmente la jerarquía, sino el mensaje que predica.
Supongamos, en cambio, que todas estas noticias son ciertas. ¿Qué pensar entonces? Una de las ventajas de estudiar historia de la Iglesia es que, por suerte o por desgracia, en este caso lo segundo, no hay nada nuevo bajo el sol. ¿Es una novedad que haya división en la Iglesia? No. La hubo en los comienzos del cristianismo. No sólo entre los apóstoles Pedro y Pablo, sino entre los cristianos provenientes del judaísmo y los de la gentilidad. La situación llegó a tal punto que hubo que convocar un concilio, el de Jerusalén.
A partir de aquí vendrían otras divisiones y luchas. Por poner algunos ejemplos, mucho más tarde, en el siglo XII, los enfrentamientos entre güelfos y gibelinos, estos partidarios del emperador y aquellos defensores de un papado independiente del poder temporal, por el control de Italia y en las disputas sobre los nombramientos de los obispos y en la misma elección del Papa. Y tampoco fue la última. Podríamos añadir los casos más dramáticos de la historia de la Iglesia: el cisma de Oriente; el de Occidente o Avignon; y el cisma de Lutero.
Todo esto recuerda aquello que Ticonio, allá por el siglo cuarto, denominó el Cuerpo bipartito de la Iglesia. En el Libro de las Reglas, este escritor explica cómo la Iglesia, aunque sea el Cuerpo del Señor no deja ser, en la presente historia, un cuerpo bipartito, donde combaten pecado y gracia, confundiéndose como el trigo y la cizaña de la parábola evangélica. La parte mala se caracteriza porque hace su voluntad, no la de Dios; temen el mal por el castigo; les desagrada la Ley, pero la cumplen por miedo.
El trigo, en cambio, que ama el bien es imagen de Dios y vive por la fe del Señor, para que el heredero ya no sea hijo de la esclava, el cual recibe la Ley para (vivir en) el temor, sino hijo de la libre, como Isaac, que no recibe ‘el espíritu de servidumbre para (vivir en) el temor, sino el Espíritu de adopción filial que clama: Abba Padre’. Quien ama a Dios no teme servilmente[1].
Y ¿quiénes son trigo y quiénes cizaña? ¿Quién puede decidir los que pertenecen a una y los que pertenecen a otra? Las respuestas a estas preguntas representan lo que el mismo Ticonio llama “el misterio de la iniquidad”, que no se resolverá hasta el final de la historia. Mientras esto llega, el santo se mantendrá in patientia hasta el final, el inicuo perseverará in malitia. Unos para recibir su corona, otros para la condena […]. Es necesario que estén juntos y tenga lugar la prueba. Al final se trastocará la suerte de unos y de otros. Los que sufrieron en este siglo se alegrarán, y los que ahora se alegran se condenarán[2].
Esta explicación ¿justifica algo? ¿lo hace menos doloroso? Evidentemente no. Los pecados de los cristianos, abren heridas en la Iglesia. Heridas que, a veces, son difíciles de curar. Quizás por esto, y por mucho más, Juan Pablo II pidió perdón por los pecados de los hijos de la Iglesia. Y, sin embargo, también purifican la fe y ponen en evidencia que la Iglesia no es sólo una realidad humana, porque de otra forma no se explicaría que, con tantas divisiones, luchas, enfrentamientos, todavía pudiera mantenerse en pie.
El mal pertenecerá siempre al misterio de la Iglesia. Y si se ve todo lo que hombres, lo que clérigos han hecho en la Iglesia, eso se convierte hasta en una prueba de que es Él quien sostiene a la Iglesia y quien la ha fundado. Si ella dependiera solamente de los hombres, habría sucumbido hace largo tiempo[3].