Dios, ese gran desconocido
Dios, ese gran desconocido
¿Por qué desconocemos a Dios? Creo que esta pregunta tiene muchas respuestas que se superponen unas a otras. Doy tres, entre muchas otras:
· Desconocemos a Dios porque no le necesitamos. Tenemos a los gobiernos, ONGs, líderes políticos y sociales, estrellas del mundo del espectáculo, etc.
· Desconocemos a Dios porque no es útil. Dios no es una herramienta que podamos utilizar y obtener beneficios.
· Desconocemos a Dios porque no lo podemos meter en un tubo de ensayo o hacerle un test. Dios no es medible ni podemos experimentar con Él.
Es curioso, pero hasta parecen convincentes estas falacias, que de repetidas, las hemos terminado por aceptar. Lo cierto es que:
· Sí necesitamos a Dios. En todos nosotros existe un anhelo de comprender y conocer a quien nos dio forma. No podemos borrar de nosotros este anhelo sin que la tristeza y la desesperanza nos invadan.
· Ciertamente Dios no es útil para nosotros, pero nosotros si somos útiles para Él. En esta utilidad está nuestro sentido y nuestra alegría.
· Dios es un ser trascendente que no puede manifestarse abiertamente, sin que ello implique la perdida de nuestra libertad. No podemos medir a Dios, cierto, pero si podemos acercarnos a Él estudiando la naturaleza. La naturaleza habla de Dios, porque es obra Suya.
Entonces, ¿Por que desconocemos a Dios? La razón principal es la muralla que representan nuestros prejuicios. Estos prejuicios han sido sutilmente introducidos por muchas vías: educativas, medios de comunicación, sociabilización, etc. Deshacernos de los prejuicios no es sencillo, porque actúan como coraza que nos recubre y aparentemente nos resguardan del “enemigo”. Hay que ser valiente y tener mucha Fe para andar por el agua sin hundirse.
Dice el Santo Padre que tenemos que hablar de Dios, pero ¿Cómo hacerlo. «La primera condición para hablar de Dios es hablar con Dios, ser cada vez más hombres de Dios, nutridos con una intensa vida de oración y plasmados por su Gracia. », comprometiendo la propia vida «por aquello que es realmente fiable, necesario y último». ¿Hablamos con Dios? ¿Oramos? ¿Tenemos tiempo para reflexionar y acercarnos a Dios a través de las Sagradas Escrituras?
Normalmente no tenemos tiempo para todo esto, pero si para ver la TV o para tomarnos unas copas en un bar. Se trata de prioridades, pero también de algo más: ignorancia. Somos analfabetos religiosos y tememos que nos impulsen a dejar nuestra cómoda ignorancia. Ignorancia valorada socialmente, pero que nos seca espiritualmente y como personas.
Dice el Papa: “Numerosos bautizados han perdido su identidad; no conocen los contenidos esenciales de la fe o piensan que pueden cultivarla prescindiendo de la mediación eclesial. Y mientras muchos dudan de las verdades enseñadas por la Iglesia, otros reducen el Reino de Dios a algunos grandes valores, que ciertamente tienen que ver con el Evangelio, pero que no se refieren al núcleo de la fe cristiana”
Para muchas personas, el objetivo de ser cristiano es ser “buena gente”. Es decir, personas que no hagan daño a las demás y que tengan cierta predisposición a la ayuda. Para ser buena persona no es necesario conocer a Dios, pero quien conoce a Dios busca algo más: la santidad. ¿Santidad? Palabra tabú, sinónimo de existencia anodina y desligada de la realidad. Que se los cuenten a San Francisco Javier, San Agustín, la Madre Teresa o Juan Pablo II. Sus vidas no fueron anodinas ni alejadas de la realidad. Entonces ¿De donde sale ese concepto de santidad? Es un prejuicio de los que nos meten desde pequeños y contra el que cuesta mucho luchar. ¿Cómo podemos decir, en medio de una reunión de amigos, que deseamos ser santos? Sonaría cómico y fuera de lugar.
La santidad está muy ligada a otra palabra que si es actual: compromiso. Compromiso vital y sin medias tintas. Compromiso que nos puede llevar a pasarlo muy mal. Eso es lo que realmente tememos: pasarlo mal. Hemos sido educados para no correr riesgos ni hacernos daño. Siendo “buena gente” no se pasa mal y encima se vive mejor. Buscando la santidad, se pasa mal y la recompensa no se valora socialmente.
Haga una prueba, estimado lector, ¿Cuántas veces hemos pedido de verdad al Señor que el Espíritu Santo nos llene con sus dones? Pocas o ninguna. ¿Por qué? Porque tememos vernos abocados a salir a la calle a proclamar la Buena Noticia sin tapujos. Porque tenemos el desprecio que conlleva tener temor de Dios. Porque el don de ciencia conlleva un fuerte enfrenamiento con lo políticamente correcto. Porque el donde consejo significa un compromiso con aquellos que nos solicitarían continuamente que les ayudáramos a discernir.
¿Por qué desconocemos a Dios? Porque tenemos miedo del compromiso que conlleva. Por eso preferimos ignorar a Dios. “Ojos que no ven, corazón que no siente”.
“Dejémonos encontrar y aferrar por Dios, para ayudar a que cada persona que encontramos sea alcanzada por la Verdad. (…) La misión antigua y nueva que está ante nosotros es la de introducir a los hombres y las mujeres de nuestro tiempo a la relación con Dios, ayudarlos a abrir la mente y el corazón a ese Dios que los busca y quiere estar cerca de ellos, guiarlos a comprender que hacer su Voluntad no supone un límite a la libertad, sino que es ser verdaderamente libres, realizar el verdadero bien de la vida”.