Lunes, 23 de diciembre de 2024

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Vosotros no sois del mundo, sino que yo os he escogido...

Vosotros no sois del mundo, sino que yo os he escogido sacándoos del mundo

por La divina proporción

 Todos los fieles y buenos cristianos, pero sobre todo los mártires gloriosos, pueden decir: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» (Rm 8,31). Era contra ellos que se amotinaban las naciones, los pueblos planeaban un fracaso y los príncipes conspiraban (Sl 2,1); se inventaban nuevos tormentos e imaginaban increíbles suplicios contra ellos. Se les llenaba de oprobios y acusaciones mentirosas, se les encerraba en calabozos insoportables, labraban sus carnes con uñas de hierro, se les mataba a golpes de espada, eran expuestos a las bestias, se les quemaba vivos, y estos mártires exclamaban: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?»
 
El mundo entero está contra vosotros y aún decís: «¿Quién estará contra nosotros?» Pero los mártires nos responden: «¿Qué es para nosotros este mundo entero siendo así que morimos por aquél por quien el mundo ha sido hecho?» Que lo digan, pues, y lo repitan los mártires y nosotros escuchemos y digamos con ellos: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» Pueden desencadenar su furia contra nosotros, pueden injuriarnos, acusarnos injustamente, colmarnos de calumnias; pueden no sólo matar sino incluso torturar. ¿Qué harán los mártires? Repetirán: «Dios es mi auxilio, el Señor sostiene mi vida» (Sl 53,6)... Entonces, si el Señor sostiene mi vida, ¿qué daño puede hacerme el mundo ?... Es él quien recuperará mi cuerpo... «Todos mis cabellos están contados» (Lc 12,7)... Digamos, pues, con fe, con esperanza, con un corazón ardiendo de caridad: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» (San Agustín Sermón 334)
 
Este texto de San Agustín nos recuerda la tensión que vivimos todos los cristianos al estar en el mundo y desear el Reino. Pero no siempre tenemos las cosas tan claras. A veces preferimos el mundo y dejamos el Reino para cuando muramos. Pero Cristo nos dijo que el mundo nos odiará como le odió a Él. ¿Realmente nos sentimos ciudadanos del Reino y lo anhelamos? ¿Realmente sentimos el odio del mundo? La Carta a Diogneto es tajante en cuento a nuestra ciudadanía celestial.

 
Pero ¿Qué es el mundo? El mundo es la sociedad como poder que nos distancia de Dios y de su Voluntad. El mundo es la sociedad que nos ofrece la aparente saciedad de nuestros deseos, olvidando a Dios. Al igual que los israelitas que esperaban a Moisés, desesperaron y decidieron crear el becerro de oro. El mundo nos dice que no esperemos más, que saciemos nuestras ansias saturando lo sentidos y embotando nuestra mente. El Reino nos dice que esperemos a saciar nuestros anhelos por medio del Espíritu.

 
El mundo nos ofrece la inmediatez y el Reino la espera. ¿Cómo puede una espera saciar nuestros anhelos? Debería ser al revés. Evidentemente los santos son la prueba de que la espera, cuando tienen sentido, es Esperanza. La Esperanza sacia si procede del Espíritu, pero se desvanece si proviene de lo material.

 
La espera llena de Esperanza nos transporta a la comprensión del sacrificio. Sacrum facere, hacerse sagrado. Hacerse medio por el que Dios se comunica a los demás. La Espera conlleva sacrificio y el sacrificio es por si mismo una manera de evangelización. El sacrificio nos abre la puerta a ser testigos vivos del Señor.

 
No, no hace falta salir a las calles con un látigo. Con vivir en sintonía con la Voluntad de Dios y hacerlo con la Esperanza que nos dona el Espíritu, es más que suficiente. ¿Bonito? Mucho, pero rara vez conseguimos estar en gracia mucho tiempo.

 
¿Qué sucede si somos incapaces de separarnos del mundo? Nos da vergüenza decir que somos cristianos y procuramos que no se nos note demasiado. Yo diría que no  nada más que lo que le sucedió a Pedro a negar tres veces de Cristo.

 
Ese Pedro incapaz, limitado, temeroso, se volvió a encontrar con Cristo en la orilla del mar de Galilea. Allí Cristo le preguntó tres veces si le amaba y Pedro sólo pudo decir que le quería. ¿Otro fracaso? No, nada de eso.

 
El mismo Pedro fue el que salió a la plaza y lanzó el discurso del Kerigma. ¿Qué le sucedió a Pedro? Evidentemente, fue el Espíritu quien lo desató de las cadenas del miedo y le convirtió. A San Pablo le sucedió algo similar. Tras ver a Cristo camino de Damasco, fue otra persona.

 
¿Vamos  ser nosotros más que San Pedro y San Pablo? Me temo que a duras penas nos parecemos a como eran ellos antes de recibir el Espíritu. Esperemos nuestro Pentecostés. ¿Por qué no? Roguemos a Dios por ello.

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