Miércoles, 18 de diciembre de 2024

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Elogio a la fidelidad conyugal

por O santo o nada

Desde luego que la vida no es de color de rosa. Nunca lo ha sido y nunca lo será. Y a las pruebas cotidianas me remito. Pero a veces pienso que nosotros mismos somos los que ponemos más y más trabas para que los problemas se agudicen, se enquisten. ¡Qué difícil lo hacemos! Volvemos la cabeza y no afrontamos con madurez una posible solución. Dejamos siempre para mañana ese beso, ese pedir perdón, ese abrazo, esas flores. Y vivimos distraídos de lo que para nosotros es lo principal, creyendo que nunca pasa nada. Y sí que pasa, ya lo creo que pasa. Como que nos estamos jugando nuestra felicidad. 

El amor conyugal requiere un mimo constante, un arte; una íntima perseverancia en la gracia de Dios. Todos lo sabemos: el amor es lucha, brega, ímpetu, delicadeza. Requiere un especial abandono en la voluntad del otro. Una entrega total, sin malas caras ni egoísmos indescifrables. Porque estar enamorado sobre todo es una responsabilidad, una continua exigencia. Día a día, desafío a desafío. 

El corazón de un cristiano enamorado, que pone empeño en ser fiel, late con la fuerza del amor de Dios. O así debería de ser. Sin permitirnos caer en la modorra espiritual, en el acostumbramiento de una rutina -“qué indicios prodigiosos caben en la rutina”, canta el poeta- que nos va alejando de las ocupaciones y preocupaciones de la mujer o del hombre de nuestra vida. ¡Qué ganas tenemos de volver a casa! Pero, ¿para qué? ¿Para arrojarnos de hinojos ante la televisión, sentados en un mullido sofá y con el alma vagabundeando en no se sabe muy bien qué descompostura trivial? 

Reconozcámoslo: el amor conyugal, la fidelidad, es un progresivo y muy consciente aprendizaje que muchas veces dejamos al albur de las circunstancias más frívolas. No nos lo acabamos de tomar en serio. El éxito de un matrimonio no está en el viaje de novios o en el cada vez más excesivo alboroto social de su celebración. Está más bien en una constante y profunda conversión del corazón. En saber con certeza que quien nos oye es siempre alguien que nos escucha, que quien nos mira es siempre alguien que nos acaricia. Y me pregunto: ¿sabemos de verdad lo que es amar? Porque pudiera ser que no, y prevalezca el amor a uno mismo, y pensemos que el amor tiene fecha de caducidad, que se acaba cuando las cosas no resultan tan fáciles, o el capricho hace su aparición. 

La fidelidad se asienta en el compromiso y en la sinceridad, en saber negarnos a nosotros mismos, con el corazón limpio de adherencias viscosas. Dejándonos corregir, o siendo conscientes de que los hijos no son un estorbo o asunto exclusivo de las madres. Es entonces cuando comenzamos a vislumbrar la entraña del amor, su excelencia. Descubrimos que el amor conyugal no es un vago sentimentalismo de usar y tirar, no es una autocomplacencia o placer fugaz. El amor trasciende ya por entero nuestras vidas. Es -como decía Wilde- “el sacramento de la vida”. Es comunión. Sin cansancio. Porque saber querer es saber servir. Sólo entonces comprenderemos, y la fidelidad será algo más que una bonita palabra. Será nada más ni nada menos que nuestra más completa felicidad. ¿Que es imposible? Probad a olvidaros de vosotros mismos. Poco a poco. No hay gimnasia más eficaz a la hora de fortalecer nuestros matrimonios.

 
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