En la fuente de la misericordia
La segunda década del siglo veinte fueron años de paz y prosperidad en Europa. Había terminado la primera guerra mundial que trajo muerte y destrucción. Todos deseaban la estabilidad y la paz entre las naciones. Sin embargo, pronto se demostraría que aquellos deseos caerían en saco roto. La paz no era estable y, una vez más, los hombres se prepararían para una nueva guerra.
Al mismo tiempo, surgían promesas mesiánicas de una tierra nueva, pero sin un cielo nuevo. Eran las llamadas religiones políticas que buscaban fabricar un nuevo tipo de hombre, que diera lugar a una nueva sociedad, en la que todo funcionase a la perfección, y cada individuo, como parte de un todo, tuviese su función. Nacían los totalitarismo, el nazismo y el comunismo soviético, que tenían como objetivo sustituir a Dios por el Estado, y al hombre, por un producto de ingeniería estatalista.
Cuando parecía que, de nuevo, la destrucción y la muerte se apoderaban del mundo; cuando surgen ideologías dispuestas a eliminar al hombre, Dios muestra, por medio de una religiosa polaca, Santa Faustina Kowlaska, su misericordia. El patrimonio de su espiritualidad tuvo una gran importancia para la resistencia contra el mal practicado en aquellos sistemas inhumanos de entonces… Es como si Cristo hubiera querido decir a través de ella: ‘¡El mal nunca consigue la victoria definitiva!’. El misterio pascual confirma que, a la postre, vence el bien; que la vida prevalece sobre la muerte y el amor triunfa sobre el odio[1].
En vísperas de la segunda guerra mundial, cuando se iba a producir una de las mayores masacres que ha conocido la historia, el holocausto, el mensaje de la divina misericordia se presentó como un límite al mal. En ese amor redentor de Dios se puso de manifiesto que el odio, el mal, el pecado, no tienen la última palabra; que el hombre sólo encuentra su realización plena en Cristo, Camino, Verdad y Vida.
En un mundo dividido por las guerras, el mensaje de la misericordia de Dios se presentaba como un camino de dos direcciones: desde Dios al hombre y del hombre, redimido por Cristo, al hombre. El primero se apoya en la confianza. Supone vivir con la seguridad de que Dios no abandona este mundo. Pone de manifiesto que la redención no sólo tuvo lugar en un tiempo pasado y en un lugar determinado, sino que tiene un sentido universal. Abarca el tiempo y el espacio. Y mostró que la cruz de Cristo une en sí el cielo y la tierra, reconcilia a los hombres con Dios; y al mismo tiempo se extiende a lo largo y ancho de mundo, uniendo a los hombres entre sí, rompiendo el muro del odio que los separaba.
¿Y hoy? ¿Qué nos quiere decir Dios mediante el mensaje revelado por medio de Santa Faustina? Hoy más que nunca es necesario volver a la fuente de la misericordia, que es el amor de Dios, manifestado al mundo por medio de Cristo, misericordia encarnada del Padre. Esta misericordia es un grito de esperanza a un mundo, que tantas veces vive de espaldas a Dios; a los hombres que no confían en su amor; y a tantos que están sin esperanza.
En la fuente de la misericordia es donde el hombre, que ha salido de las manos de Dios, como criatura suya, recupera la dignidad de hijo. Es en esta fuente donde se curan las heridas del pecado; donde podemos hallar la gracia que nos sostiene. Aquí es donde el hombre encuentra la verdad y el sentido sobre su vida.
¡Cuánta necesidad de la misericordia de Dios tiene el mundo de hoy!... Donde reinan el odio y la sed de venganza, donde la guerra causa el dolor y la muerte de los inocentes se necesita la gracia de la misericordia para calmar las mentes y los corazones, y hacer que brote la paz. Donde no se respeta la vida y la dignidad del hombre se necesita el amor misericordioso de Dios, a cuya luz se manifiesta el inexpresable valor de todo ser humano. Se necesita la misericordia para hacer que toda injusticia en el mundo termina en el resplandor de la verdad[2].