La Resurrección del señor
por Déjame pensar
Nuestro seguimiento del Señor, nuestra fe, se apoya fundamentalmente en la resurrección. Por la resurrección de Jesucristo, creemos en él y en todo lo que nos ha revelado del Padre y del Espíritu Santo.
La fe no es una ilusión para cubrir algún vacío nuestro, sino que es una respuesta a algo muy real: el amor, el poder y la fidelidad de Dios que resucitó a Jesús de entre los muertes. En eso se apoya nuestra fe, en un amor y una fidelidad muy grandes. Y la gran alegría que nos. brinda la resurrección es porque compartimos siempre las alegrías de quienes nos aman y de aquellos que amamos. Y nosotros, porque amamos a Jesucristo, compartimos con él la alegría de su resurrección, de su glorificación.
A la vez, también nos alegramos, porque su resurrección es la mejor garantía de nuestra resurrección futura Por eso nuestra fe es el amor por Alguien que vive ahora, no que vivió, que ha pasado algún tiempo por este mozo, sino que sentimos amor, un amor profundo, por Jesucristo, una persona que vive.
Porque le amamos, nos interesan, como cosas nuestras, las cosas del Señor Jesús, aquellas cosas de las que habló a sus padres de la tierra ya en su adolescencia. Porque nos dice Lucas que, en la visita a Jerusalén, cuando tenía doce años, sus padres le pierden y le encuentran en el Templo dialogando en medio de los maestros, y, cuando le preguntan por qué ha hecho eso, la respuesta es: “Por qué hemos buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?” Y las cosas suyas son la salvación y la santificación de los hombres. Por eso, al mismo tiempo que amamos a Jesucristo, nos preocupamos, -todos nosotros, pueblo de Dios- por la evangelización de nuestro prójimo, por nuestra acción apostólica o evangelizadora, por ser esta la voluntad de Jesucristo.
Además el hecho de la resurrección, que estamos recordando, nos garantiza, al mismo tiempo, el éxito de las nuestras vidas. Y digo vidas, en plural, porque se trata de dos vidas: la de acá de la muerte y la de más allá de la muerte. La resurrección de Cristo nos garantiza el éxito de ambas vidas. Y el éxito de esta vida lo mantenemos, porque tenemos fe, no tiene sentido sin el éxito de la otra vida, sin el encuentro con el Padre Dios. Y el éxito, ¿de qué depende? De si nos movemos siempre en esta vida con aquel amor que le movía a él, cuando decía: “Que el amor que me tienes, ¡oh Padre!, esté en ellos, y yo en ellos”.
Con la resurrección de Jesús nos demostró Dios el “por qué” total de nuestra creación. ¿Por qué nos ha creado? Para poder convivir con Él la misma vida que Cristo comenzó en su resurrección: la vida sin fin, para compartirla y pasarla a nosotros, la vida sin desamores, la vida sin tristeza, la paz sin inquietudes.
Nos alegramos porque amamos a Jesús, y todos se alegran de las cosas buenas de quienes aman. Nos alegramos, porque le amamos Pero también porque es una prueba y una prenda y promesa de nuestra propia resurrección, y, por eso, ese hecho es también alegre para todos nosotros.
En definitiva es la prueba más grande que el hombre ha podido tener de que la vida triunfará sobre la muerte, el amor sobre el odio, la alegría sobre la tristeza.
Las personas, desde lo profundo de nuestro corazón, aspiramos no ya como hijos de Dios, sino incluso naturalmente, a un estado definitivo de nuestro ser, en el que la luz, el amor, le verdad poseída, la bondad y la belleza obtengan un carácter definitivo. Deseamos anclarnos en el momento de nuestra vida de más amor, de más bondad y de más belleza.
Y quisiéramos que estos momentos no pasaran nunca. No quisiéramos volver a los momentos en que nos hemos sentido tristes, o pecadores, o faltos de amor o inquietos. De aquí vienen las promesas matrimoniales. De aquí vienen los votos o promesas de quienes nos hemos consagrado al Señor. Es una forma de ensayar la eternidad, de salir de la ambigüedad del tiempo, de fijar nuestra vida en el bien, en el amor, en el deseo concebido para siempre. Y lo queremos en su totalidad, en su forma corporal y concreta. No somos espíritus sino personas humanas, y conseguir eso es la finalidad de todo el tiempo de nuestra vida y el propósito de la historia de la salvación de Dios. Es decir, la salvación del hombre integral, en su cuerpo y en su alma, y en la realización plena de todo: amor, bien, belleza.
Un detalle, que no nos puede pasar desapercibido, es que, tras su resurrección, con frecuencia no es reconocido al momento de ser visto. Recordemos que los dos caminantes hacia Emaús, le creen un caminante más, y sólo, cuando le invitan a cenar con ellos, al alzar Jesús la copa de vino, le reconocen. Otro tanto le sucede a la Magdalena: le toma por un hortelano, que cuida del huerto que rodea el sepulcro, y le pregunta por el cuerpo del Señor. Dos de los apóstoles, vueltos a sus barcas, le creen un ribereño que prepara comida. Opino que ello lo hizo, -debió suceder en otras ocasiones-, para subrayar que cuanto hacemos en bien de otros o lo negamos, a él se lo hacemos, pues, de algún modo, porque a todos ama, en todos está presente.
Quiero subrayar que la resurrección de Jesús tiene una evidente sintonía con toda su vida, en el sentido de que él siempre hizo la voluntad de Dios, la que le fue agradable, y la que le fue costosa; siempre para nuestro bien. Y, porque siempre la hizo, pudo realizar aquel día lo que manifestaba la vida definitiva y eterna de Jesucristo; la última voluntad del Padre: su resurrección.
Dios haga que también nosotros nos preparemos cada día para nuestra resurrección. ¿Qué quiero decir con ello? Que el misterio pascual, un hijo de Dios no lo vive sólo estos tres días del triduo sacro, sino a lo largo de todo el año. ¡Toda su vida! Muerte y resurrección es el misterio pascual. Es decir: morir a todo lo que no es bueno en nosotros y daña a los demás también, y resucitar a todo aquello que aún no hemos adquirido, o aún no hemos realizado, y aún no vivimos, y que el Padre Dios ha pensado y soñado que podemos vivir y realizar. Y él no se equivoca. Es como ir acercándonos, en una espiral creciente, a la resurrección definitiva, que es la última voluntad de Dios con nuestra vida.
Y el trabajo bien hecho de cada día es semilla de resurrección. Sea la sonrisa al prójimo, la ayuda a quien nos necesita, el consuelo al solitario, o al enfermo, o al amigo desanimado nos van acercando a la total voluntad de Dios: nuestra resurrección.. Que él y su santa madre nos ayuden.
La fe no es una ilusión para cubrir algún vacío nuestro, sino que es una respuesta a algo muy real: el amor, el poder y la fidelidad de Dios que resucitó a Jesús de entre los muertes. En eso se apoya nuestra fe, en un amor y una fidelidad muy grandes. Y la gran alegría que nos. brinda la resurrección es porque compartimos siempre las alegrías de quienes nos aman y de aquellos que amamos. Y nosotros, porque amamos a Jesucristo, compartimos con él la alegría de su resurrección, de su glorificación.
A la vez, también nos alegramos, porque su resurrección es la mejor garantía de nuestra resurrección futura Por eso nuestra fe es el amor por Alguien que vive ahora, no que vivió, que ha pasado algún tiempo por este mozo, sino que sentimos amor, un amor profundo, por Jesucristo, una persona que vive.
Porque le amamos, nos interesan, como cosas nuestras, las cosas del Señor Jesús, aquellas cosas de las que habló a sus padres de la tierra ya en su adolescencia. Porque nos dice Lucas que, en la visita a Jerusalén, cuando tenía doce años, sus padres le pierden y le encuentran en el Templo dialogando en medio de los maestros, y, cuando le preguntan por qué ha hecho eso, la respuesta es: “Por qué hemos buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?” Y las cosas suyas son la salvación y la santificación de los hombres. Por eso, al mismo tiempo que amamos a Jesucristo, nos preocupamos, -todos nosotros, pueblo de Dios- por la evangelización de nuestro prójimo, por nuestra acción apostólica o evangelizadora, por ser esta la voluntad de Jesucristo.
Además el hecho de la resurrección, que estamos recordando, nos garantiza, al mismo tiempo, el éxito de las nuestras vidas. Y digo vidas, en plural, porque se trata de dos vidas: la de acá de la muerte y la de más allá de la muerte. La resurrección de Cristo nos garantiza el éxito de ambas vidas. Y el éxito de esta vida lo mantenemos, porque tenemos fe, no tiene sentido sin el éxito de la otra vida, sin el encuentro con el Padre Dios. Y el éxito, ¿de qué depende? De si nos movemos siempre en esta vida con aquel amor que le movía a él, cuando decía: “Que el amor que me tienes, ¡oh Padre!, esté en ellos, y yo en ellos”.
Con la resurrección de Jesús nos demostró Dios el “por qué” total de nuestra creación. ¿Por qué nos ha creado? Para poder convivir con Él la misma vida que Cristo comenzó en su resurrección: la vida sin fin, para compartirla y pasarla a nosotros, la vida sin desamores, la vida sin tristeza, la paz sin inquietudes.
Nos alegramos porque amamos a Jesús, y todos se alegran de las cosas buenas de quienes aman. Nos alegramos, porque le amamos Pero también porque es una prueba y una prenda y promesa de nuestra propia resurrección, y, por eso, ese hecho es también alegre para todos nosotros.
En definitiva es la prueba más grande que el hombre ha podido tener de que la vida triunfará sobre la muerte, el amor sobre el odio, la alegría sobre la tristeza.
Las personas, desde lo profundo de nuestro corazón, aspiramos no ya como hijos de Dios, sino incluso naturalmente, a un estado definitivo de nuestro ser, en el que la luz, el amor, le verdad poseída, la bondad y la belleza obtengan un carácter definitivo. Deseamos anclarnos en el momento de nuestra vida de más amor, de más bondad y de más belleza.
Y quisiéramos que estos momentos no pasaran nunca. No quisiéramos volver a los momentos en que nos hemos sentido tristes, o pecadores, o faltos de amor o inquietos. De aquí vienen las promesas matrimoniales. De aquí vienen los votos o promesas de quienes nos hemos consagrado al Señor. Es una forma de ensayar la eternidad, de salir de la ambigüedad del tiempo, de fijar nuestra vida en el bien, en el amor, en el deseo concebido para siempre. Y lo queremos en su totalidad, en su forma corporal y concreta. No somos espíritus sino personas humanas, y conseguir eso es la finalidad de todo el tiempo de nuestra vida y el propósito de la historia de la salvación de Dios. Es decir, la salvación del hombre integral, en su cuerpo y en su alma, y en la realización plena de todo: amor, bien, belleza.
Un detalle, que no nos puede pasar desapercibido, es que, tras su resurrección, con frecuencia no es reconocido al momento de ser visto. Recordemos que los dos caminantes hacia Emaús, le creen un caminante más, y sólo, cuando le invitan a cenar con ellos, al alzar Jesús la copa de vino, le reconocen. Otro tanto le sucede a la Magdalena: le toma por un hortelano, que cuida del huerto que rodea el sepulcro, y le pregunta por el cuerpo del Señor. Dos de los apóstoles, vueltos a sus barcas, le creen un ribereño que prepara comida. Opino que ello lo hizo, -debió suceder en otras ocasiones-, para subrayar que cuanto hacemos en bien de otros o lo negamos, a él se lo hacemos, pues, de algún modo, porque a todos ama, en todos está presente.
Quiero subrayar que la resurrección de Jesús tiene una evidente sintonía con toda su vida, en el sentido de que él siempre hizo la voluntad de Dios, la que le fue agradable, y la que le fue costosa; siempre para nuestro bien. Y, porque siempre la hizo, pudo realizar aquel día lo que manifestaba la vida definitiva y eterna de Jesucristo; la última voluntad del Padre: su resurrección.
Dios haga que también nosotros nos preparemos cada día para nuestra resurrección. ¿Qué quiero decir con ello? Que el misterio pascual, un hijo de Dios no lo vive sólo estos tres días del triduo sacro, sino a lo largo de todo el año. ¡Toda su vida! Muerte y resurrección es el misterio pascual. Es decir: morir a todo lo que no es bueno en nosotros y daña a los demás también, y resucitar a todo aquello que aún no hemos adquirido, o aún no hemos realizado, y aún no vivimos, y que el Padre Dios ha pensado y soñado que podemos vivir y realizar. Y él no se equivoca. Es como ir acercándonos, en una espiral creciente, a la resurrección definitiva, que es la última voluntad de Dios con nuestra vida.
Y el trabajo bien hecho de cada día es semilla de resurrección. Sea la sonrisa al prójimo, la ayuda a quien nos necesita, el consuelo al solitario, o al enfermo, o al amigo desanimado nos van acercando a la total voluntad de Dios: nuestra resurrección.. Que él y su santa madre nos ayuden.
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