¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?
Albert Camus en su novela La peste narra el drama de un gran número de tunecinos que, en Orán, mueren a causa de un brote de peste. El relato se hace más dramático cuando, a consecuencia de la enfermedad, los presos son puestos en libertad. Sin embargo, estos a penas sufren las consecuencias de la peste; mientras que los habitantes libres de la ciudad mueren uno tras otro. La novela denuncia el sufrimiento del inocente, representado en el hijo del juez Othon:
…El doctor se aferró con fuerza a la barandilla de la cama donde el niño gemía… sin duda, el dolor infligido a aquel inocente nunca había dejado de parecerles lo que en realidad era: un escándalo. Pero hasta entonces se habían escandalizado, en cierto modo, en abstracto, porque no habían mirado nunca cara a cara, durante tanto tiempo, la agonía de un inocente…[1].
Cada vez que alguien me pregunta porqué Dios permite el sufrimiento, me quedo sin palabras. Se podrían dar muchas explicaciones. Al final, siempre tengo la impresión de que todas se quedan cortas. ¿Cómo consolar a unos padres que han perdido un hijo? O ¿qué decir a alguien que tiene un gran sufrimiento? ¿Se les puede decir que Dios no lo quiere, pero lo permite? Incluso, creo que decir “Dios nos prueba”, es una especie de insulto, como si Dios se divirtiera haciéndonos sufrir o nosotros fuéramos ratas de laboratorio con las que experimenta.
Llego siempre a la misma conclusión. No hay respuesta. Sólo el silencio y una mirada al Crucificado, porque aquí está contenido todo. … todos los sufrimientos individuales y los sufrimientos colectivos, los causados por la fuerza de la naturaleza y los provocados por la libre voluntad humana, las guerras y los gulag y los holocaustos, el holocausto de los hebreos, pero también, por ejemplo, el holocausto de los esclavos negros de África[2].
Las palabras de Cristo en la cruz son un grito desgarrador. Son palabras llenas de angustia y de dolor. Y quién no ha hecho suyas estas palabras, en alguna ocasión. Parece como si toda esperanza de salvación hubiera desaparecido. Sin embargo, ese grito es al mismo tiempo un acto de confianza en Aquel que puede salvarlo: Pero tú, Señor, no te quedes lejos; tú que eres mi fuerza, ven pronto a socorrerme. Sálvame (Salmo 21, 20.22).
Esta confianza me da la certeza de que Dios, ante el sufrimiento, no guarda silencio. Al final, esa confianza me muestra un amor más grande que supera todo dolor. Es capaz de trasformar la muerte, el mal, en vida. La cruz se convierte, de esta manera, en una abrazo con Aquel que me ha amado hasta entregarse por mí. Entro, de esta forma, en el gran misterio de Dios que se ha hecho hombre, ha muerto y ha resucitado para nuestra salvación.
Muerte y vida se han cruzado en un misterio inseparable del que ha salido victoriosa la vida. El Dios de la salvación se ha mostrado Señor indiscutible ante el cual todos los confines de la tierra celebrarán y todas las familias de los pueblos se postrarán. Es la victoria de la fe, que puede transformar la muerte en don de vida, el abismo del dolor en fuente de esperanza[3].
El dolor, el sufrimiento, en definitiva, la cruz, nos une a la pasión de Jesús de tal modo que nos hace uno con él. Así participamos de un modo misterioso en el plan de la redención. Hacemos nuestras aquellas palabras del apóstol Pablo: Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, a favor de su Cuerpo que es la Iglesia (Col 1, 24).
¿Es que la pasión de Cristo fue incompleta? ¿Qué hay que añadir? La pasión y muerte del Señor fue eficaz, nos redimió del pecado, pero cuando participamos, con nuestros sufrimientos, en la cruz de Cristo prolongamos la redención; mostramos que la salvación no es algo del pasado, sino que se sigue realizando. Dios sigue amando y salvando al mundo aquí y ahora.
Dios está siempre de parte de los que sufren… El hecho de que haya permanecido sobre la cruz hasta el final, el hecho de que sobre la cruz haya podido decir como todos los que sufren: ‘Dios mío, Dios, mío, ¿por qué me has abandonado?’, este hecho, ha quedado en la historia del hombre como el argumento más fuerte. Si no hubiera existido esa agonía en la cruz, la verdad de que Dios es Amor estaría por demostrar[4].