Viernes, 22 de noviembre de 2024

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Siete razones para ofrecer sacrificios

por Hablemos de Dios

 Hemos escrito recientemente sobre las falsas razones del sacrificio. Es necesario ofrecer ahora las verdaderas razones por las que un cristiano ofrece sacrificios voluntarios a Dios. La palabra sacrificio significa ofrenda y se puede decir que todas las oraciones y obras buenas que ofrecemos a Dios son un sacrificio agradable, si se ofrecen con recta intención y en gracia de Dios. Toda ofrenda debe unirse a la única Ofrenda que es la de Cristo: su vida, pasión, muerte, resurrección y glorificación renovada continuamente en todos los altares del mundo en el santo “sacrificio” de la Misa. Sólo así nuestros dones pueden ser aceptados en la presencia de Dios. Pero aquí vamos a dar las razones que nos mueven a ofrecer mortificaciones del cuerpo, privaciones voluntarias de placeres lícitos. Es también muy agradable a Dios aceptar de buen grado, con paciencia y sin quejarse las contrariedades de la vida, el peso del trabajo, las inclemencias del tiempo, las enfermedades, los fracasos, los defectos del prójimo, las humillaciones, etc.

            Daremos siete motivaciones, que no son las únicas, pero que sintetizan las más importantes. La primera: el sacrificio nos ayuda a crecer en humildad porque nos hace experimentar la debilidad de nuestro cuerpo. Cuando sentimos el dolor, el hambre o nos hace falta alguna cosa, nos damos cuenta de que somos limitados, apegados a las cosas materiales, frágiles, pecadores al fin. La conciencia de nuestra pequeñez es el primer fundamento de la humildad, que es a la vez fundamento de todas las virtudes cristianas.

            La segunda: el sacrificio es un entrenamiento para vencer la tentación. Una de las principales causa de nuestras caídas es la falta del dominio de nosotros mismos. Una persona acostumbrada a hacer siempre lo que le “apetece” no puede vencer la solicitación al mal, que se presenta generalmente bajo la apariencia de un placer o beneficio inmediato al que tenemos que renunciar. Cada batalla que vencemos nos hace más fuertes para el próximo combate.

            Tercera: el sacrificio nos hace más espirituales porque nos ayuda a vivir según el espíritu y no según la carne, como enseña el apóstol S. Pablo (Rom. 8, Gal. 5). Vivir según la carne significa renunciar a todo sacrificio, pensar sólo en satisfacer todos los deseos materiales y físicos del ser humano. El apóstol no pretende dar una imagen negativa del cuerpo llamado a resucitar, sino ponernos en guardia contra el peligro de la esclavitud de los vicios o de una “vida muelle” y superficial.

            Cuarta: la penitencia cristiana es más una actitud interior, un cambio de la mente y del corazón que se vuelve hacia Dios. Pero es también cierto que ofrecer pequeñas renuncias por nuestros pecados nos purifica. El perdón de Dios es gratuito pero la penitencia es parte incluso del sacramento de la Confesión, como manifestación externa de arrepentimiento que contribuye además a sanar las heridas espirituales que el pecado deja en el alma.

           

 

Quinta: experimentar el dolor nos acerca vivencialmente a los que sufren. Es cierto que los enfermos comprenden mejor a otros enfermos, que el que ha experimentado el hambre valora más el hecho de poder comer todos los días. En una sociedad tan individualista es muy importante acordarse del prójimo que sufre. El ayuno se ha practicado siempre unido a la limosna. Se trata de quitar el alimento de mi boca para ofrecerlo al que no tiene que comer. La solidaridad es más real cuando podemos compartir en nuestras carnes las penalidades de los que sufren.

            Sexta: toda obra buena ofrecida con pureza de intención es meritoria y por tanto se convierte en un tesoro en el cielo. Así podemos esperar que la renuncia a cualquier cosa agradable tendrá una recompensa eterna. Imaginemos la dulzura de un caramelo espiritualizada y sin fin. Obviamente no podemos representar la vida eterna en categorías demasiado “terrenales”, pero Dios sabrá en “modo divino” premiar con misericordia nuestras pequeñas acciones. Por otra parte, estamos llamados a la resurrección por lo que podemos pensar en gozo “físico” de la eternidad, aunque sea en un modo diverso y misterioso.

            Por último, cada dolor aceptado es ocasión para meditar la pasión de Cristo y sobre todo para unirse a ella. Entender el misterio de la cruz, no simplemente compadecerse del sufrimiento de Cristo crucificado, sino co-padecer con él es un camino de santificación. Imitar a Cristo, parecerse a él también en el dolor que ha padecido por la salvación del mundo, es una actitud cristiana fundamental y irrenunciable. Profundizaremos este último argumento.

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