Obediencia atemperada (RB Pról. 35-44) - III
por Alfonso G. Nuño
Esa tensión del tiempo vivida, esa experiencia de lo temporal del vivir como una graciosa concesión con fin y finalidad, con término y sentido, es en la fe vivencia de la paciencia de Dios. En ese futuro abierto, en cuanto a vida por vivir, pero cualificado como plazo, es decir, con limitación de días y definición de sentido como llamada, el creyente puede sentir la misericordia de Dios hacia una criatura temporal y libre.
Su temporalidad no ha sido definida después de él, sino que el hombre ha empezado a existir en la definición, en esa llamada a vida divina. No ha habido un momento de su vivir en que no estuviera en ella, esa vocación lo ha envuelto siempre, ha empezado a ser en su envoltura.
Pero por el pecado, el hombre ha vivido y vive desgarradamente en ella; sin poder ni querer obedecer, negando por tanto su propia identidad y existencia. Él en el pecado es un muerto viviente, alguien con sed y sin poder beber.
Pero Dios no quiere la muerte del pecador, no quiere que viva otra vida que no sea vida divina. La paciencia divina nos posibilita el querer. De ahí que el horizonte aparezca como tiempo para querer, tiempo de conversión, de penitencia. Es decir, de obediencia de un pecador, de alguien que no solamente tiene que permanecer fiel en la obediencia, sino de quien regresa de la desobediencia; es un convaleciente de la muerte del alma. Pero alguien al que también se le da a ver la muerte en que están los demás y el mal del mundo.
Su querer vivir vida divina solamente es posible queriendo que todos vivan esa vida divina. Y la fuente de su querer tiene su hontanar en la solicitud paternal de Dios.
[foto gentileza de una contertulia]