Obediencia atemperada (RB Pról. 35-44) - II
por Alfonso G. Nuño
Para esto, para la respuesta obediencial en obras, es para lo que se nos concede el tiempo de vida que tenemos por delante. ¿A quiénes? Recordemos que las palabras del maestro-padre no están dirigidas para la conversión, sino para los convertidos, aunque sean cristianos de mucho tiempo, que quieren saber qué hacer con su vida en un determinado momento.
Si bien sabemos que la Regla se dirige a quienes tienen la vocación monástica, pese a que de momento no ha aparecido explícitamente el monacato, sin embargo, de ella podemos hacer una lectura no estrictamente monástica o, si se prefiere, para monjes seglares, es decir, para aquellos que quieren vivir en radicalidad su bautismo. ¿Qué hacer? Porque no me es suficiente saber que algo he de hacer, necesito saber qué en concreto y cómo.
Con la grandeza inconmensurable que es estar en gracia, se nos conceden días de vida para obrar, para responder con obras a su llamada. Ante el creyente se abre, y para ello S. Benito se apoya en el Apóstol, una vida de penitencia.
Reconciliados con Dios y recuperada la gracia por el bautismo o, si hubiera habido pecado mortal, tras la confesión penitencial, la lucha contra el mal no ha terminado. Y no solamente porque el creyente siga viviendo en un mundo marcado por el pecado, porque tenga que cargar con ese mal o porque tenga que combatir las tentaciones a que se vea sometido, sino porque en él mismo hay huellas del pecado.
El pecado cometido tras el bautismo ha causado mal, ha distorsionado la armonía por Dios querida, y es algo que tengo que reparar. No solamente porque haya ocasionado daños en lo meramente creatural, sino porque he colaborado en algo que me desborda: el mal. Y esto requiere una reparación de orden sobrenatural, una reparación desde la Cruz gloriosa de Cristo.
Pero además yo me he dañado a mí mismo; la primera víctima del pecado es el pecador. Los días que se me conceden son también para la purificación del corazón de toda afección desordenada, de toda inercia que en él quede de conversión a las criaturas y, por tanto, de relegación de Dios a un segundo plano.
Mas la virtud de la penitencia, que nos mueve a llevar la conversión a sus últimas consecuencia, no se queda en el pecado en nosotros, no es de su interés solamente mi pecado, sino también el pecado. Quienes no necesiten reparar el mal causado o purificar su corazón, han de cargar con la Cruz de Cristo y seguirlo. Quienes aún trabajan en los primeros pasos tienen en el horizonte que la enmienda de su mal no se encierra en sí mismo, sino que mira a llegar a ser una víctima y un sacerdote puros para poder ofrecerse plenamente junto a la Víctima-Sacerdote en su sacrificio redentor ofrecido de una vez para siempre.
Estos días de obediencia lo son a responder a esa llamada a negarse a uno mismo, a cargar con la Cruz y a seguirlo. Una obediencia atemperada en la vivencia de la tensión del tiempo. No es un espacio vacío e indefinido ni lo es ilimitado; son unos días, unos pocos, los de cada uno, con una finalidad clara.