El ateísmo y la figura del padre
Las respuestas intuitivas que brotan del corazón humano hacia las preguntas fundamentales de la vida son metafísicas. Es por ello que todas las culturas de la antigüedad y la práctica totalidad de los seres humanos son y han sido religiosos, hasta el siglo XIX. Entonces, ¿cómo se explica el auge del ateísmo? Es cierto que existen raíces intelectuales del ateísmo; pero si analizamos la sociedad actual veremos que las personas que se declaran ateas, y no pocas de las que se declaran agnósticas, no lo hacen porque hayan llegado a esas conclusiones después de una profunda investigación racional. Al analizar las características del mundo posmoderno hemos vemos cómo todo nuestro ambiente nos empuja a dejar las grandes cuestiones, incluida la cuestión de Dios, fuera de nuestro radar.
El psicólogo Paul C. Vitz ha analizado las verdaderas motivaciones que hay tras el ateísmo en su obra Faith of the Fatherless: The Psychology of Atheism. Es un tema muy interesante, porque este autor asegura que «las principales barreras para creer en Dios no son de índole racional, sino que pueden considerarse barreras psicológicas»[1]. En seguida el autor puntualiza que puede haber perfectamente personas que, con un uso profundo de la razón y por argumentos puramente racionales, puede llegar a una conclusión atea, «pero lo cierto es que estoy bastante convencido de que, por cada persona influida para cambiar por un argumento verdaderamente racional, son incontables las otras muchas afectadas por factores psicológicos no racionales»[2].
¿A qué se refiere Vitz? A que muchas veces dejamos de creer en Dios, no porque tengamos argumentos, sino porque hay factores de nuestra mente, conscientes o inconscientes, que nos empujan a no creer. Puede haber personas que, debido a su historia personal, tengan muchas dificultades para creer, y los creyentes no debemos juzgarlas jamás. Aun así, todas las personas son libres de elegir creer, superando las dificultades que puedan encontrar[3]. De modo que puede haber personas que por sus circunstancias personales no crean en Dios, pero si se embarcan en un estudio profundo racional sobre la cuestión en vez de “dejarlo pasar”, puede que lleguen a encontrar razones para creer (o no).
Hoy en día el ambiente posmoderno impulsa a la irreligión, por lo cual es fácil comprender que existe una presión social que puede inhibir en nosotros la fe. «Las personas no religiosas poseen unas capacidades y unas tendencias naturales que, en principio, las inclinarían hacia la religión, pero que, o bien no han sido activadas aún por un factor desencadenante de su propio entorno o ámbito de experiencia, o bien han sido reprimidas por presiones sociales o culturales»[4]. Por naturaleza tenderíamos a la religión; pero hoy puede suceder que no haya factores en nuestro entorno que desencadenen esa tendencia natural, o incluso que la suprimamos debido a la presión social. Está mejor visto ser ateo, o agnóstico, que ser creyente; y está mejor visto ser creyente en “algo”, una fuerza o una energía, que creer en una religión concreta, con un Dios concreto y unos dogmas concretos.
Así pues, si nada nos impulsa a considerar la posibilidad de la existencia de Dios, si no se permite que nuestra naturaleza siga su curso natural hacia la religión, sino que el ambiente social más bien nos invita a reprimir esa inclinación, nos convertiremos con facilidad en agnósticos o ateos que ni siquiera se plantean en serio la cuestión de Dios, o que renunciamos a la fe que hayamos podido conocer en nuestro ambiente de origen[5]. A casi nadie le gusta ir contracorriente, ser un raro o una excepción. Mucha gente para justificar su postura atea o agnóstica, suele tener algunos argumentos con los que defender su postura; pero la mayor parte de ellos no han llegado a ser ateos o agnósticos por argumentos, sino por comodidad, conveniencia social, o por no plantearse seriamente las preguntas fundamentales.
Otro motivo por el que hoy es difícil aceptar a Dios, sobre todo al Dios de las religiones monoteístas, es que aceptarlo supone cambiar de vida; y muchas veces hoy no estamos dispuestos a cambiar de vida. «Si tuviera que inventarme un dios, lo lógico sería inventarme uno que congeniara con mis caprichos. Y si no tuviera la suficiente inteligencia para inventarme un dios a mi medida desde el primer momento, al menos inventaría un dios que cambiara de opinión»[6]. A nadie se le escapa que admitir la existencia del Dios cristiano implica un cambio de vida, porque ese Dios pretende haber revelado cuál es el camino que el hombre debe seguir, eligiendo el bien y no el mal.
El relativismo, el subjetivismo y el hedonismo nos empujan a excluir de nuestras vidas los conceptos de “bien” y “mal” para poder llevar a cabo nuestros caprichos sin que nuestra conciencia nos remuerda. Por ello, nuestro inconsciente hará la fuerza que pueda para evitar que creamos en Dios y que nos convirtamos a alguna religión que conlleve una moral. Las presiones del pensamiento posmoderno dificultan que aceptemos la existencia de Dios, incluso que nos la planteemos, porque en el fondo sabemos lo que pasará si acabamos descubriendo que existe Dios: que tendremos que cambiar de vida y que dejar nuestras pasiones, nuestros vicios, el mal; y quizá no estamos dispuestos a ello. El mismo san Agustín experimentó esta tensión cuando se convirtió. Él le pedía a Dios: «Señor, hazme casto… pero no todavía»[7].
Las causas de la historia personal por las que uno puede tener dificultades para aceptar la fe pueden ser muchas: la vida incoherente de los creyentes, una concepción equivocada de la fe, algún tipo de mala experiencia con la religión… El psicólogo Paul Vitz señala que la figura del padre es fundamental para un adecuado concepto de Dios como Padre, propio de las religiones monoteístas, particularmente del cristianismo. Nos encontramos en una sociedad en la que el vínculo con la figura paterna es muy débil, la sociedad del padre ausente, la sociedad sin padres[8]. Es inevitable que este factor inconsciente influya también en el aspecto religioso.
«El psicoanálisis, que nos ha demostrado la íntima relación entre el complejo paterno y la creencia en Dios, ha hecho patente que el Dios personal no es lógicamente sino un padre glorificado, demostrándonos a diario cómo pierden los jóvenes su fe religiosa si la autoridad paterna se desmorona, perdiendo credibilidad. Se trata de una afirmación simple y fácil de entender: que cuando el niño sufre un desengaño y le pierde el respeto al padre terrenal, creer en un padre celestial se vuelve imposible. Hay, por supuesto, varias formas en las que un padre pierde la autoridad ante su hijo, sufriendo este un desengaño. Algunas de esas formas se manifiestan con un padre presente pero débil, o cobarde, o no digno de respeto, aunque sea una persona aceptable en otros sentidos. Un padre puede estar presente, pero ser física, sexual o psicológicamente abusivo. Los niños pequeños pueden interpretar la muerte de un progenitor como una forma de abandono»[9].
Paul Vitz pasa a analizar en su libro cómo la mayoría de los autores ateos influyentes de los últimos tiempos tuvieron una relación defectuosa con su padre, o bien que este les abandonó o que murió cuando eran niños; así el Barón d’Holbach, Ludwig Feuerbach, Karl Marx, Friedrich Nietzsche, Sigmund Freud, Albert Ellis, Bertrand Russell, Jean Paul Sartre o Albert Camus[10]. Está claro, desde el punto de vista psicológico, cómo la relación con el padre, tan dañada en la actualidad, influye en el rechazo de la inclinación religiosa. El psicólogo sugiere que los problemas con la figura paterna están en la raíz de la revolución atea que tuvo lugar en el s. XIX y que llega hasta nuestros días.
Este cúmulo de factores puede predisponer e influir a una persona a no aceptar a Dios, a no plantearse la cuestión o a no querer abrazar ninguna forma religiosa. Las espiritualidades orientales que tanto están calando en nuestro mundo occidental responden precisamente a esta cuestión. Ofrecen una espiritualidad sin Dios, intentando saciar la necesidad religiosa del hombre, pero sin que tenga que ligarse con un Dios o con unos mandamientos, y así cambiar de vida. Esto explica el éxito del budismo zen, o del mindfulness, o de otras formas de meditación en nuestra sociedad. Son formas que casan bien con el individualismo y el relativismo posmodernos, y que al mismo tiempo tratan de colmar la sed religiosa del hombre. Esto hace aún más fácil no plantearse a fondo la cuestión de Dios. Una persona puede sentirse profundamente espiritual sin tener que creer en Dios o que haber buscado racionalmente la respuesta a las grandes preguntas de la vida, sin tener que intentar seguir una moral y sin tener que haberse planteado seriamente la existencia de Dios. La cuestión que se plantea, sin embargo, es doble. Esas formas religiosas sin Dios, ¿son verdad, responden a la realidad? Y, ¿consiguen saciar la sed del corazón del hombre?
[1] Paul C. Vitz, La psicología del ateísmo, en Autores Varios, Fe, ciencia y ateísmo, p. 99.
[2] Íbid, p. 99 – 100.
[3] Cf. Íbid, p. 100 – 101.
[4] Alister McGrath, La ciencia desde la fe, p. 172.
[5] Cf. Paul C. Vitz, La psicología del ateísmo, en Autores Varios, Fe, ciencia y ateísmo, p. 101 – 105.
[6] Scott Hahn, La fe es razonable. p. 65 – 66.
[7] San Agustín, Confesiones, Libro 8, VII, 17
[8] He tratado este tema en mi libro Te amarás a ti mismo como Dios te ama. La fuente de la autoestima. Cf. Fernando Vidal, La revolución del padre. El padre que nace y crece con los hijos.
[9] Paul C. Vitz, La psicología del ateísmo, en Autores Varios, Fe, ciencia y ateísmo, p. 109.
[10] Cf. Íbid, p. 110 – 116.