Jueves, 21 de noviembre de 2024

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Reflexionando sobre el Evangelio

Orar a Dios requiere humildad

por La divina proporción

En el Evangelio de hoy tenemos varias partes bien diferenciadas, pero reunidas con una profunda lógica. Tenemos el Padre Nuestro unido a la necesidad de pedir a Dios lo que justamente necesitamos. Si pedimos lo que en justicia nos corresponde y además, se ajusta a la Voluntad de Dios, Dios nos lo concederá. Pero ¿Qué pasa si lo que pedimos no es justo o no es Voluntad de Dios? Nos encontraremos con un terrible y profundo silencio. 

Alguno preguntará por qué muchos que oran no son oídos. A ello debe contestarse que todo aquel que llega a pedir con recta intención, no omitiendo nada de lo que pueda contribuir a obtener lo que pide, recibirá sin duda lo que ha pedido en su ruego. Pero si alguno separa su intención del ruego justo, no pide como debe y entonces puede decirse que no pide. Por lo cual, aunque no reciba, no queda defraudado en lo ofrecido; puesto que el Maestro dice: "Todo el que viene a mí alcanzará la ciencia", y con ir al Maestro recibimos realmente la ciencia de practicar sus enseñanzas con fervor y diligencia; por esto dice Santiago ( Stgo 4,3): "Pedís, y no recibís, porque pedís mal"; esto es, a causa de vuestras vanas pasiones. Pero se dirá: Algunos piden tener conocimiento de Dios y recobrar las virtudes, y sin embargo, no lo consiguen. A esto se debe responder que no piden el bien por lo que es en sí, sino porque esperan hacerse recomendables por él. (Orígenes, in Cat. graec. Patr)

¿Por qué Dios no nos da lo que estimamos que merecemos? Dios nos ofrece en cada momento lo que necesitamos. A veces necesitamos silencio para no creamos que mandamos incluso a Dios mismo. Dios sabe la proporción en la que todo acontece y se desarrolla. Llegamos a pedir pensando desde nuestra soberbia, egoísmo y vanidad. Nosotros no somos capaces de comprender las razones que marcan las mareas del mundo, por lo que debemos ser humildes y dóciles.

Por esto mezcla Dios con amarguras las distintas felicidades terrenas: para que se busque otra felicidad cuya dulzura no es engañosa. En estas amarguras se apoya el mundo para intentar apartarte de tender a lo que tienes delante y hacer que eches la marcha atrás. Debido a estas amarguras y tribulaciones murmuras y dices: «Ved que nada queda en pie en los tiempos cristianos». ¿A qué vienen esos alborotos? Ni Dios ni Cristo me han prometido que no van a perecer estas cosas. El eterno me prometió cosas eternas; si le creo, de mortal me convertiré en eterno. ¿A qué viene ese alboroto, oh mundo inmundo? ¿A qué tanto ruido? ¿Por qué intentas apartarme de lo eterno? Quieres sujetarme siendo perecedero. ¿Qué no harías si durases para siempre? ¿A quién no engañarías si fueras dulce, si siendo amargo falseas los alimentos? Por tanto, si poseo la esperanza, si la retengo, es que el escorpión no ha picado mi huevo. Bendeciré al Señor en todo momento; su alabanza está siempre en mi boca. Sea feliz el mundo o se venga abajo, Bendeciré al Señor que hizo el mundo. (San Agustín. Sermón 105,8)

Los cristianos nunca estamos contentos con lo que nos rodea. Siempre estamos protestando de lo que no se ajusta a nuestros gustos y estéticas. ¿Por qué tanto ruido? Se pregunta San Agustín. El ruido nos aparta de Dios y de lo eterno. Nos arrastra a la luchar con los demás para intentar imponernos. El ruido nos aturde y nos impide avanzar. En esta sociedad llena de ruido mediático nos olvidamos con facilidad de los trascendente y nos centramos en lo que nos da mejores posibilidades de imponernos a los demás. Piensen en cuántas personas olvidan el silencio para centrarse en el enfrentamiento. Si algo debemos de pedir llenos de esperanza es que el Reino de Dios venga a nosotros. Que nuestra arrogancia no sea la que mueva nuestra voluntad. Que seamos capaces de abrir la puerta de nuestro ser a Cristo.

 

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