La «santa coacción»
por Alfonso G. Nuño
Un amigo me ha consultado sobre un número del libro Camino y, como puede ser enriquecedora para otros la respuesta, la comparto aquí con los contertulios del blog.
Se trataba concretamente del número 399:
Si, por salvar una vida terrena, con aplauso de todos, empleamos la fuerza para evitar que un hombre se suicide..., ¿no vamos a poder emplear la misma coacción —la santa coacción— para salvar la Vida (con mayúscula) de muchos que se obstinan en suicidar idiotamente su alma?
Que es explanación de uno de los tres puntos del número 387:
El plano de santidad que nos pide el Señor, está determinado por estos tres puntos: La santa intransigencia, la santa coacción y la santa desvergüenza.
Evidentemente ese punto de Camino se tiene que interpretar a la luz de la revelación divina y no al revés, que es la mejor manera de entender a los santos. Y Lc 14,23 y 2Tim 4,2 –a los cuales se suele remitir para comprender ese 399– en el contexto de toda la revelación, que lo es del amor divino:
No hay temor en el amor, sino que el amor perfecto expulsa el temor, porque el temor tiene que ver con el castigo; quien teme no ha llegado a la plenitud en el amor (1Jn 4,18).
Concretamente la fuerza de la interpretación usual se pone en el compelle intrare (anagkason eiselthein=obliga a entrar) de Lc 14,23; no olvidemos que es una parábola. Dios, como rey (cf. Mt 22,114), nos impone obligaciones. En el caso de Lc 14, la obligación de entrar en la Nueva Alianza a todos, no sólo a los judíos, para participar del banquete del Reino de Dios; y la coacción que tiene esta obligación es la pena eterna. Los reyes (hoy habría que hablar de legisladores) y poderosos de la tierra amenazan, para el cumplimiento de las leyes, con penas, la máxima es la de muerte, pero son siempre penas que se quedan en el plano de las criaturas. La pena eterna es una pena sobrenatural. Las penas terrenas, como se ciñen a un uso de la fuerza, las puede ejercer cualquiera; la ejecución de la eterna solamente está en manos del Juez eterno y tendrá lugar tras la muerte.
Es la única manera que entiendo se debe interpretar la «santa coacción»; su santidad no estaría en el fin que justificaría los medios coactivos, sino en la santidad de quien impone la pena eterna por el incumplimiento de la obligación, que es Dios.
2Tim 4,2, cuando habla de reprensión y exhortación, incluso si se tradujera como amenaza, me parece que hay que entenderlo en ese sentido, la amenaza máxima es el recuerdo de la pena eterna. Pero ese recuerdo no puede ser manipulado para romper la libertad en el grado que sea, sino más bien para favorecer la libertad, para que el otro tenga presente cuales serían las consecuencias de sus actos.
El ejemplo del rescate del suicidio no parece muy afortunado, creo que puede distorsionar la compresión. Me quedo, como no puede ser de otra manera, con la imagen evangélica de un poderoso que impone obligaciones; pero, como metáfora, hay que entenderla. Como diría S. Ignacio de Loyola: «El llamamiento del rey temporal ayuda a contemplar la vida del Rey eternal» (EE 91). Y Jesús, nuestro Salvador, es el enviado del Padre que nos trae a todos la invitación al banquete de bodas del Cordero.
Pero más que el miedo a la pena, lo que nos obliga es el amor.
Porque nos apremia el amor de Cristo al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron. Y Cristo murió por todos, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos (2Cor 5,1415).