El César, también es de Dios
En el Evangelio de este Domingo (Mt 22, 15-21) hemos escuchado una pregunta dirigida a Jesús: ¿es lícito dar tributo al César, o no?
Al someterle a esa cuestión, trataban de tenderle una trampa. El César era el emperador de Roma, el representante de un poder político extranjero y pagano. Pagar impuestos era considerado por algunos como una colaboración ilícita con el poder romanos que dominaba al Pueblo elegido. Si el Maestro lo admitía, los fariseos le podrían considerar como cómplice de los romanos y desacreditarlo ante una buena parte del pueblo; sí se oponía, los amigos del poder establecido, tendrían motivo para denunciarle a la autoridad romana.
Jesús no cae en la trampa de una pregunta mal planteada. Su respuesta no se limita al sí o al no. Dad al César lo que es del César: es decir, lo que le corresponde pero nada más que lo que le corresponde, porque ni el Estado ni los poderes políticos tienen una potestad y un dominio absolutos: dad a Dios lo que es de Dios.
Efectivamente, los cristianos hemos de ser ciudadanos que cumplen con exactitud sus deberes para con la sociedad, para con el Estado, para con la empresa en la que trabajamos...: no deben existir colaboradores más leales en la promoción del bien común. Y esta fidelidad nace de nuestra conciencia, del mandato de Jesucristo: Dad al César lo que es del César.
Pero no podemos olvidar que hay que dar a Dios lo que a Él le pertenece. También las autoridades están sometidas a graves obligaciones morales. Cuando se olvidan estas obligaciones morales del Estado se cae en el laicismo que consiste en hacerlo todo prescindiendo de Dios y de la religión, en ignorar las doctrinas del santo Evangelio, en una palabra, en hacerlo todo sin religión ni de piedad, como si el hombre no tuviese un fin superior que cumplir más allá de esta vida. Se empieza desterrando a Dios de la sociedad civil, de las leyes y de todas las naciones para acabar en una persecución descarada
Por el contrario, las autoridades políticas están gravemente obligadas a servir al bien común, a legislar y gobernar con el más pleno respeto a la ley natural, amparando la vida desde el momento de su concepción; protegiendo a la familia, origen de toda sociedad; velando por el derecho de los padres a la educación religiosa de los hijos; promoviendo la justicia social ... «¡Ay de los que dan leyes inicuas, y de los escribas que escriben prescripciones tiránicas, para apartar del tribunal a los pobres, y conculcar el derecho de los desvalidos de mi pueblo, para despojar a las viudas y robar a los huérfanos» (Is 10, 1-2), clama el Señor por boca del Profeta Isaías.
Cuando los poderes políticos abusan de su poder imponiendo cosas contrarias a los derechos de Dios y de su Iglesia, los cristianos deben responder con valentía como los Apóstoles: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5, 29); y hacer todo lo que esté de su mano, poniendo para ello todos los medios lícitos, para poner fin a esa situación llegando a sufrir la persecución y la muerte, si fuera necesario como nos demuestran los mártires a lo largo de veinte siglos de historia de la Iglesia.
«Cuando no se puede gobernar desde el Estado, con el deber, se gobierna desde fuera, desde la sociedad, con el derecho ¿Y cuando no se puede, porque el poder no lo reconoce? Se apela a la fuerza de mantener el derecho y para imponerlo. ¿Y cuando no existe la fuerza? ¿Transigir y ceder? No, no, entonces se va a las catacumbas y al circo, pero no se cae de rodillas, porqué estén los ídolos en el capitolio» (Vázquez de Mella).
No es ésta, desde luego, la mentalidad dominante entre los católicos y mucho menos aún entre los españoles. Por referirnos solamente a algo que les supone poco esfuerzo y escaso compromiso, basta constatar la autodemoledora posición de los católicos en lo que al voto se refiere.
En España no existe nada ni remotamente parecido a lo que pudiéramos llamar un voto de identidad católica reconocida. Ni siquiera identificando el voto católico —y es mucho conceder— con las formaciones pro-vida y pro-familia que respetan el marco liberal, alcanzamos una representatividad significativa. Los católicos españoles siguen optando mayoritariamente por el PP, el PSOE y una variopinta muestra de partidos regionalistas, fieles a las consignas oficiales que se les han hecho llegar sin viraje constatable durante los pontificados de Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI: “nada de partidos católicos, solamente debe haber católicos en los partidos”.
El resultado es la existencia de gobiernos sostenidos en las urnas por presuntos católicos que implantan desde el poder el laicismo más agresivo al tiempo que los obispos se convierten en los palmeros de un sistema cuyas consecuencias luego lamentan. Cada vez que hablan es aprobar el árbol y condenar los frutos, asumiendo una posición ridiculizada desde las mismas instancias políticas que se benefician de ella.
En medio de esta situación deplorable, hay que insistir de manera incansable en la licitud y necesidad de una resistencia en el terreno cultural y político fundamentada religiosamente a pesar de la oposición de algunos eclesiásticos, por muy arriba que éstos se sitúen.
En medio de esta situación deplorable, hay que insistir de manera incansable en la licitud y necesidad de una resistencia en el terreno cultural y político fundamentada religiosamente a pesar de la oposición de algunos eclesiásticos, por muy arriba que éstos se sitúen.
«El día en que todos los fieles entiendan que han de luchar con valentía y sin desfallecer bajo las banderas de Cristo Rey, el fuego del apostolado abrasará sus corazones y todos trabajarán para reconciliar con el Señor las almas que le desconocen o que le han abandonado y todos se esforzarán en mantener inviolables todos sus derechos» (Pío XI).
Todo en nuestra vida es del Señor, y nada puede quedar al margen de Él, menos aún nuestra vida social. Pidamos a Nuestra Señora que nos alcance la gracia de vivir siempre y en todo lugar como verdaderos hijos de Dios.
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