El que somos y el que podemos ser
Como sucedió con Pedro, aquello que sabemos y amamos de Jesús, no nos lo ha revelado ningún hombre de carne y sangre, sino el padre del cielo. Jesús dijo a Pedro: ”Eso que has dicho de mí te lo ha revelado mi Padre del cielo”. Nunca prestamos bastante atención, para agradecerlos como se debe, los dones del cielo. Los dones que nos brindan el inicio de la perseverancia en la relación amorosa con el Padre por medio del Hijo y la fuerza del Espíritu Santo.
El día que Jesús conoció a Pedro, cuando se le acerco aquel hombre, Jesús le miró cara a cara y le dijo: “Tú eres Simón, hijo de Jonás. Tú serás Pedro, tú serás “la Piedra”. Y eso no se lo repitió hasta pasados muchos meses, cuando Pedro, a la pregunta de Jesús : “Y vosotros ¿quién decís que soy yo?”, confiesa la divinidad de Jesús y le dice: “Tú eres el Hijo de Dios vivo”. Jesús le nombra con la misma palabra que años atrás.
“Bienaventurado eres Simon, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro y, sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Pero, ¡qué cambio! Del encuentro de aquel pescador que buscaba al Maestro o un profeta célebre o un taumaturgo; de aquel Simón, hijo de Juan, se ha pasado a este Simón que ya adivina, a través de la humanidad de Jesús, su divinidad.
Y Jesús le ha
bía dicho: “Tú eres Simón, pero serás Pedro”. Y esto es un poco la ilusión y la esperanza y el sentido de la conversión de nuestras vidas. “Tú eres Simón, pero serás Pedro”. Somos lo que somos por nacimiento, por educación, por temperamento; pero serás otra persona nos dice Jesús, que es la que tengo pensada desde la eternidad. Aquella persona concreta que yo he amado, porque sé a qué altura de nobleza, de amor, de paz, de bondad puedes llegar.
Y nuestra tarea, a lo largo de toda la vida, es pasar del Simón que nació y que un día encontró a Jesús, como también cada uno de nosotros unos días encontramos a Jesús ciertamente, conscientemente, pero para llegar a ser, como Pedro, aquella persona que el Padre y Jesús sueñan de cada uno de nosotros y realizan por la potencia santificadora del Espíritu Santo.
Pienso que quien ésto lee ha descubierto ya en su vida, como Juan evangelista en la ribera del lago, aquella sorpresa y alegría, que expresa con estas palabras.”¡Es el Señor!”. El Señor de mi corazón, el Señor de nuestros corazones, el Señor que amamos, y del que nos sabemos y sentimos amados infinitamente.
El día que Jesús conoció a Pedro, cuando se le acerco aquel hombre, Jesús le miró cara a cara y le dijo: “Tú eres Simón, hijo de Jonás. Tú serás Pedro, tú serás “la Piedra”. Y eso no se lo repitió hasta pasados muchos meses, cuando Pedro, a la pregunta de Jesús : “Y vosotros ¿quién decís que soy yo?”, confiesa la divinidad de Jesús y le dice: “Tú eres el Hijo de Dios vivo”. Jesús le nombra con la misma palabra que años atrás.
“Bienaventurado eres Simon, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro y, sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Pero, ¡qué cambio! Del encuentro de aquel pescador que buscaba al Maestro o un profeta célebre o un taumaturgo; de aquel Simón, hijo de Juan, se ha pasado a este Simón que ya adivina, a través de la humanidad de Jesús, su divinidad.
Y Jesús le ha
bía dicho: “Tú eres Simón, pero serás Pedro”. Y esto es un poco la ilusión y la esperanza y el sentido de la conversión de nuestras vidas. “Tú eres Simón, pero serás Pedro”. Somos lo que somos por nacimiento, por educación, por temperamento; pero serás otra persona nos dice Jesús, que es la que tengo pensada desde la eternidad. Aquella persona concreta que yo he amado, porque sé a qué altura de nobleza, de amor, de paz, de bondad puedes llegar.
Y nuestra tarea, a lo largo de toda la vida, es pasar del Simón que nació y que un día encontró a Jesús, como también cada uno de nosotros unos días encontramos a Jesús ciertamente, conscientemente, pero para llegar a ser, como Pedro, aquella persona que el Padre y Jesús sueñan de cada uno de nosotros y realizan por la potencia santificadora del Espíritu Santo.
Pienso que quien ésto lee ha descubierto ya en su vida, como Juan evangelista en la ribera del lago, aquella sorpresa y alegría, que expresa con estas palabras.”¡Es el Señor!”. El Señor de mi corazón, el Señor de nuestros corazones, el Señor que amamos, y del que nos sabemos y sentimos amados infinitamente.
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