Lunes, 23 de diciembre de 2024

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Retorno obediencial (RB Pról. 1-3) – II

por Alfonso G. Nuño

 

El lector de la Regla es llamado hijo. Estamos en un proceso de gestación que va a tener lugar mediante la palabra, el ámbito propio del hombre. Pero es la del que ya ha nacido a una vida nueva; como cualquier niño necesita de una gestación extra-uterina.

 

Ha nacido ya a una vida nueva, es alguien que ha respondido a una palabra anterior, la del seguimiento de Cristo. Mas ni sabe cómo concretarla ni puede, esa vida tiene que ser desarrollada en brazos de la tradición, en el arrullo de al Iglesia; el maestro-padre no lo es si no está en esa comunión de vida. Y la madurez no se alcanza nunca por cuenta propia, aunque nadie pueda suplantarnos en el protagonismo del seguimiento. No sólo se camina con otros, sino también en brazos, de la mano, al lado,... y finalmente también llevando a otros. El maestro-padre, san Benito, lo es por gracia vivida, por fidelidad hecha sabiduría de madurez vital.

 

En el ámbito vivo de la palabra primera, en el que se está por la inicial respuesta de conversión, resuena ahora una nueva palabra, la del maestro-padre: "Escucha". Tal y como comienza el mandamiento principal (cf. Mc 12,29-31): no hay magisterio que no sea resonancia del llamamiento divino a su amor. Por ello, la escucha envuelve a toda la persona. Desde el centro de uno mismo, poniendo en atención a todo el ser en todas sus profundidades, es como hay que escuchar: inclinando el oído del corazón, poniendo la fruición de nuestra existencia en la enseñanza que se va a recibir.

 

Va a ser una lucha de afectos, un combate de vitales adhesiones. Quien escucha se ha determinado a renunciar a sus voluntades. Y es que su voluntad está herida de división por las secuelas del pecado. Solamente hay voluntad una cuando nuestra fruición ha sido depuesta totalmente en el único Dios. El mundo del pecado es un mundo de fragmentación, los ídolos siempre conforman panteón. Por mucho que haya uno que domine y en torno al cual se jerarquicen los demás, siempre está presente la marca de la ruptura.

 

Esto deja huella en nosotros, todo aquello en que hemos afectado nuestra persona nos regala con una profunda inercia existencial. Quien ha decidido renunciar a sus voluntades, a dejarlo todo para seguir a Cristo, tiene que purificar su corazón de todo afecto desordenado. Pobreza y obediencia van de la mano.

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