Sábado, 02 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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Sobre el meeting de Rímini

por Alejandro Campoy

Más allá de lo espectacular de las cifras de asistentes, actos, ponentes y demás estadísticas de obligado cumplimiento hoy en día, lo verdaderamente llamativo del meeting celebrado por el movimiento Comunión y Liberación en Rímini estos días pasados es algo tan simple como su lema: la certeza de la existencia.

Porque este sencillo lema pone de manifiesto ni más ni menos que la naturaleza realmente profética de Comunión y Liberación como movimiento de la Iglesia Católica. El porqué de esta afirmación no debería ser demasiado difícil de ver si se mira con un poco de detenimiento el estado actual de Occidente.

Y lo que caracteriza a nuestra época es precisamente el hundimiento de las certezas, la imposibilidad de la verdad. Ésta es ni más ni menos la terrible tragedia en la que se halla hoy en día sumida toda la civilización occidental. Frecuentemente se ultiliza la palabra relativismo como una muletilla con la que se despacha con facilidad cualquier crítica que se pretende hacer del entorno cultural dominante, y sin embargo en pocos casos se profundiza en las raices de ese relativismo; aún más, muchos emplean esta palabra sin saber lo que significa realmente.

El camino hacia el actual relativismo se inicia con los albures de la Modernidad, en el Renacimiento, y fue un movimiento opuesto y complementario al giro que Copérnico imprimió en nuestra concepción del mundo: mientras el astrónomo polaco nos sacó del centro del Universo al desplazar el mismo desde la Tierra hacia el Sol, el Humanismo renacentista operó un giro opuesto: desplazó a Dios del centro de la vida del hombre para colocar en el centro al hombre mismo.

El subjetivismo luterano dio paso en el siglo siguiente al cógito cartesiano: pienso, luego existo. El giro se había consumado. Ahora el centro era el yo, el hombre mismo, su pensamiento; la realidad, la cosa, el objeto, quedaban fuera, supeditados al sujeto pensante, que en última instancia era el que daba cuenta de la realidad de las cosas. En paralelo, el empirismo hacía depender todo de la percepción sensorial, en última instancia, también del sujeto, hasta desembocar en el psicologismo humeano.

La exaltación de la razón dieciochesca no vino sino a profundizar en el giro antopológico de la filosofía; por el camino, se iba abdicando de Platón para volver a Protágoras, el sofista, el demagogo, el gran dominador de nuestros días: el hombre es la medida de todas las cosas. Y el siglo XIX consuma el asesinato de lo real, del objeto, de la cosa, la muerte de la ontología y la hegemonía aplastante de la epistemología.

El siglo XX no ha sido sino un prolongado funeral: la omnipotencia del hombre ha saltado por los aires convertida en impotencia existencial incapaz de dar cuenta de nada, no ya de la realidad, sino sobre todo del propio hombre, el conocimiento ha sido declarado imposible, y junto a él, se ha decretado la imposibilidad de cualquier tipo de certeza y la inexistencia oficial de la verdad.

Los restos de la hecatombe no son sino pobres sucedáneos: un poco de cientifismo para ingenuos envuelto en propaganda de paraísos terrenales para mantener suficientemente apaciguada la angustia colectiva y una declaración de lo emocional como nuevo emperador del siglo XXI: unas pocas migajas de miseria que se derrumban al menor envite de la realidad, de la cosa, del objeto, que sigue ahí, imperturbable, ajeno a la demencia del hombre contemporáneo.

De ahí que la vida de los sujetos posmodernos de hoy puede definirse precisamente como una existencia sin certezas, abocada a una permanente estimulación de lo emocional, lo cual nos devuelve contínuamente a la pregunta camusiana de si realmente se trata de una vida que merezca la pena ser vivida.
 
Centrar todos los esfuerzos en defender la vida humana en estas condiciones socioculturales no deja de ser una candorosa ingenuidad, mientras se deja pasar de largo el verdadero problema, el centro de la cuestión que el mundo actual pide a gritos sea resuelto: ¿merece la pena vivir? ¿es posible una vida con sentido? ¿es posible una vida con certezas? Proclamar "sí a la vida" mientras se deja sin respuesta el porqué merecería la pena vivir esa vida llega a convertirse realmente en una interpelación irritante para un entorno de humanidad deshecha.

Por esa razón el lema de Rímini va directo al centro de la cuestión: la certeza de la existencia, la posibilidad de una vida realmente cierta, con pleno sentido, certeza que sólo puede proceder de la recuperación de la realidad de las cosas y de la adecuación del pensamiento a la misma, en una palabra, de la Verdad. Mientras no se recupere en el centro del discurso la Verdad, la vida en sí misma no deja de ser una broma macabra del destino.

Quede, si no, constancia de ello en la frase más terrible que se haya escrito nunca desde un campo de exterminio, en la pluma de Viktor E. Frankl: " si no tiene sentido todo este sufrimiento, entonces tampoco tiene sentido sobrevivir al internamiento". Y celebremos como una nueva luz la ocasión del meeting de Rímini y todo lo que de bueno para la Iglesia se deriva de movimientos como Comunión y Liberación.
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