Jueves, 21 de noviembre de 2024

Religión en Libertad

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Laicista, indignado, progresista… adolescente

por Alejandro Campoy

¿Podría la imagen adjunta ilustrar alguna edición de la “Carta sobre la tolerancia” de John Locke? Sólo quizás como su antagónico. Pues esa tolerancia reclamada por el liberal inglés encuentra en la imagen precisamente el fanatismo que pretende combatir en sus páginas.

El rostro que se nos muestra encarna a la perfección el dogmatismo y la agresividad de aquél que se sabe en posesión de una verdad absoluta y que debe comunicar al resto de los mortales para su iluminación y liberación. Parece no poder soportar que otras personas vivan en manos de la “ilusión y la ficción” que proporcionan unas “creencias medievales”, por lo que se siente en la obligación de despertar a cañonazos esas pobres conciencias devoradas por el opio.
Del mismo modo, considera una cuestión de vida o muerte para el normal desarrollo y progreso de la sociedad en la que vive la erradicación completa de tamañas “supersticiones”, pues tales no son sino el lastre y la rémora que impide el completo despliegue de las potencialidades y capacidades de una sociedad avanzada, moderna y por completo desarrollada.
Y sin embargo, lo que este rostro nos muestra no es sino la adolescencia de Occidente, que persiste en no acabar nunca y constituirse de una vez por todas en el estado crónico en el que debe desarrollarse la vida de los individuos. Adolescencia como momento histórico de la modernidad, en el que por fin el niño se emancipa de la tutela paterna para poder decidir por sí mismo lo que quiere ser y aquello en lo que ha decidido creer. El mito de la autonomía individual, el mito de la Ilustración en su conjunto, el mito de la racionalidad occidental, el niño que acaba de entrar en la pubertad y que se enfrenta a la autoridad paterna en un intento pueril por cancelarla.
Pero el adolescente va accediendo a la madurez paulatinamente sólo en la medida en la que la realidad va derribando las ilusiones y ficciones de esa pretendida autonomía recién conquistada, de esa liberación y emancipación tan largamente ansiada, y va perfilando y modelando un modo de estar en el mundo mucho más acorde con la verdadera naturaleza de las cosas. El adulto ha aprendido a nadar y guardar la ropa, la mayor de las veces a golpes recibidos a causa de los ímpetus desmedidos de su temprana juventud.
Pero Occidente ha decidido que no quiere madurar, ha decidido que prefiere persistir en una adolescencia eterna, en la ficción de un progreso ilimitado en el que sólo basta con repetir en un eterno retorno el ciclo de esa pubertad en la que el individuo se afirma, se construye y se inventa a sí mismo, una y otra vez, hasta crear la ficción de que el tiempo ha sido cancelado y ha sido posible llegar a vivir en una eterna juventud, autónoma, emancipada.
Y todos aquellos que no han querido o podido entrar en la “liberación” deben ser ilustrados, convencidos y convertidos, deben ser emancipados incluso a tortazos si es necesario, es por su bien, pobres críos supersticiosos.
La legión de adolescentes es numerosa hoy día: encabezados por los Dawkins, Onfrays, Savateres y el resto de patulea laicista, nuevos apóstoles de la nueva iglesia, engloba a todos los indignados del mundo, estado harto frecuente en el adolescente cabreado con sus progenitores y su despotismo autoritario, incluye a todos los telepredicadores del progresismo indefinido mediante la creación infinita de nuevos derechos y aglutina a todos los soñadores más o menos alucinados empeñados en inventar una y otra vez mundos paralelos ecologistas, igualitarios y pacifistas cuyo denominador común no es otro que el vivir de espaldas a la realidad.
¿A qué realidad? A la realidad de la naturaleza humana tal cual es, a la realidad del mundo natural tal cual es, a la realidad de las cosas y los casos, de los individuos y las sociedades. El mecanismo no pudo ser más fácil: tras la muerte de Dios, se proclamó la muerte del hombre, la inexistencia de la “naturaleza humana”. A partir de aquí todo vale, todo es posible, todo está permitido, no tenemos límites a aquello que queramos ser, a aquello que deseemos inventar. Todo ello quedó plasmado en un himno generacional, Imagine, de un pobre británico depresivo.
Que todos estos sueños de adolescencia brotaran convertidos en cenizas por la chimenea de un horno crematorio no parece haber importado a nadie, no al menos a los apóstoles de la  eterna juventud, de la emancipación permanente, del progreso indefinido, de la nostalgia de la Ilustración como pubertad.
Por el contrario, el hombre maduro sabe ya que cualquier tipo de discurso emancipador o liberacionista, cualquier hipótesis científica o cualquier retórica progresista no es más que un potencial peligro para la estabilidad y supervivencia de las sociedades desarrolladas en las que se instala al modo de un virus; sabe ya que la realidad se cobra un precio terrible cuando se la intenta pervertir en nombre de cualquier fantasía pseudorracionalista, y sabe que los seres humanos podemos llegar a convertirnos en los más atroces asesinos de masas en nombre de la primera idea de felicidad que se nos cruce en el camino.
El hombre maduro ya sólo se sabe dueño de su incertidumbre y de su angustia, de ningún modo osaría tratar de “emancipar o liberar” a ninguna jovencita de su “superstición medieval” sino que, muy al contrario, su gesto besando el crucifijo le movería a una indefinida nostalgia de las certezas y seguridades perdidas, pero sobre todo, el hombre maduro es aquél que ha llegado al punto en el que ya no sabe nada con seguridad, donde una única certeza se alza irrebatible,que el hombre no es dios, que el hombre es muy poca cosa y que el intento adolescente de la autonomía total, de conocimiento absoluto y de no dependencia de nada sólo es una fantasía de pubertad, y potencialmente peligrosa.
El hombre maduro ya no puede ser un laicista, ni un progresista, ni se indigna ya por nada. Sólo sabe que no sabe nada y, por lo mismo, vuelve a quedar abierto al misterio e, incluso, a veces es capaz de volver a adoptar la única posición con la que los seres humanos podemos situarnos frente a ese misterio: arrodillados.
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