Lunes, 23 de diciembre de 2024

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Curas rebeldes en tres países y su invitación abierta a la desobediencia

por Jorge Enrique Mújica, LC

«La invitación abierta a la desobediencia me ha sorprendido», declaró el arzobispo de Viena, cardenal Christoph Schönborn, a raíz de la manifestación de 300 sacerdotes que en ese país, en el mes de julio de 2011, han apelado a la ordenación de mujeres y la reconsideración del celibato sacerdotal en el enésimo manifiesto que aparece en los últimos años.
 
La coincidencia temporal con otras dos manifestaciones análogas cuyas requisitorias van en la línea de las peticiones apenas referidas (una de 157 sacerdotes en Estados Unidos y otra de un grupo de «católicos» en Australia) ha logrado nutrir de información las cabeceras de diarios dados a plasmar una desproporción entre los sucesos y la repercusión real en la vida de la Iglesia.
 
En Estados Unidos la situación gira en torno a la figura del sacerdote de la congregación de Maryknoll, Roy Bourgeois, de 72 años, quien llegó a bendecir a una mujer «sacerdote» del cismático y heterodoxo grupo «Roman Catholic Womenpriests». Al religioso en cuestión le fueron dadas las respectivas advertencias canónicas al perseverar en su apoyo público a ese tipo de «ordenaciones» que están en abierta disonancia con el Magisterio de la Iglesia católica. ¿La respuesta? Ampararse en una inexistente e improcedente «objeción de conciencia». En este contexto nació la declaración de apoyo de 157 presbíteros que reivindican para el P. Bourgeois el «derechos de hablar según la propia conciencia».
 
En Austria, además, los signatarios exigen que la mujer pueda predicar durante la misa y que se dé la comunión a personas divorciadas vueltas a casar. En Australia, por último, la disidencia vendría del laicado si bien la figura que ha motivado el alzamiento es el ex obispo de la diócesis de Toowoomba, William Morris, y quienes estarían detrás serían algunos sacerdotes del National Council of Priest of Australia (Consejo Nacional de Sacerdotes Autralianos), organización que afirma agrupar al 40% del clero de esa nación.
 
La desavenencia australiana tuvo especial resonancia gracias a una carta abierta al Papa Benedicto XVI y a los obispos australianos, del 8 de julio de 2011, publicada en la web catholica.com.au. La misiva, que dice «hablar» a nombre de «los católicos de Australia» expresa, esencialmente, cinco quejas: 1) el mal manejo de los casos de abusos en la Iglesia, 2) el desacuerdo ante la remoción del ex obispo de Toowoomba, 3) el no haber sido consultados sobre la nueva traducción del misal al inglés, 4) la «postura patriarcal hacia la mujer en el interior de la Iglesia» y 5) las enseñanzas actuales sobre la sexualidad humana.
 
Estos puntos son los que les llevan a exigir y 1) «nuevas formas de ministerio para mujeres y hombres casados», 2) «una Iglesia fuera de sí, totalmente empeñada por la justicia, la paz, el ecumenismo y el diálogo con las demás confesiones, y que sostenga inequívocamente los derechos de los oprimidos y de desfavorecidos tomando atención de ellos», y 3) colegialidad y consultación de los laicos en las decisiones (razón por la cual piden a los obispos australianos convocar sínodos diocesanos), como por ejemplo el nombramiento de obispos (piden expresamente que el nombramiento del nuevo obispo de Toowoomba sea el primero).
 
No es la primera ocasión –quizá tampoco sea la última– en que «rebeliones» de este tipo quedan ampliamente recogidas y divulgadas en los medios. En el pasado reciente han venido tanto de quienes creen que el Papa y la Iglesia son «demasiado conservadores» (cf. «Los teólogos, el Papa y la castidad», Análisis y Actualidad n. 12 (206), 2010) como de quienes creen que son «demasiado liberales» (cf. «RemnantOnline: católicos opuestos a la beatificación de Juan Pablo II», Análisis y Actualidad n. 18 (212), 2010).
 
Las situaciones referidas y sus puntos comunes de contestación invitan a reflexionar no sólo en la superficialidad de las requisitorias sino también en respuestas adecuadas que en el pasado ya se han dado a ellas. Superficialidad de las requisitorias porque bastaría dar un seguimiento serio y diario a la información relativa con la vida de la Santa Sede para darse cuenta de lo que se hace a diario a favor de la paz, el ecumenismo y la lucha contra la pobreza (como muestra de ejemplo bastaría recordar la acción reciente de Cáritas en Haití y en el cuerno de África, la atención que se da a un cuarto de los enfermos del SIDA en el mundo o la próxima «Jornada de reflexión, diálogo y oración por la paz y la justicia en el mundo» que se tendrá en Asís el 27 de octubre de 2011 –sobre esto último han sido publicados dos amplios e interesantes artículos de los cardenales Levada y Bertone en L´Osservatore Romano, edición en lengua castellana: del primero «Las razones de la paz y el único Logos», n. 29, 17 de julio de 2011, p. 10; y del segundo «de Asís 1986 a Asís 2011, el significado de un camino», n. 28, 10 de julio de 2011, p. 9–).
 
Sobre el ex obispo de Toowoomba, Williams Morris, es comprensible que haya sido removido si las enseñanzas que estaba dando a la grey confiada contradecían el Magisterio de la Iglesia con la cual se supone debe comulgar (para más detalles se puede consultar el informe que revela las tesis heterodoxas que el prelado transmitía. Como se puede advertir tras la lectura de ese dossier, no fue una decisión precipitada la del Santo Padre sino más bien meditada, justa y necesaria).
 
Sobre la participación del laicado el Papa ya hizo una clara alusión al respecto en la carta que escribió a todos los sacerdotes del mundo con ocasión de la convocatoria del año sacerdotal en 2009. En referencia al santo cura de Ars decía:
 
«Su ejemplo me lleva a poner de relieve los ámbitos de colaboración en los que se debe dar cada vez más cabida a los laicos, con los que los presbíteros forman un único pueblo sacerdotal y entre los cuales, en virtud del sacerdocio ministerial, están puestos “para llevar a todos a la unidad del amor: ‘amándose mutuamente con amor fraterno, rivalizando en la estima mutua’ (Rm 12, 10)”. En este contexto, hay que tener en cuenta la encarecida recomendación del Concilio Vaticano II a los presbíteros de “reconocer sinceramente y promover la dignidad de los laicos y la función que tienen como propia en la misión de la Iglesia… Deben escuchar de buena gana a los laicos, teniendo fraternalmente en cuenta sus deseos y reconociendo su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad humana, para poder junto con ellos reconocer los signos de los tiempos”.
 
El cardenal-arzobispo de Viena.
La referencia es clara: la participación en la vida de la Iglesia nace, sobre todo, en la participación activa en la vida sacramental que implica, por ejemplo, aunque no sólo, ir a misa los domingos. Participar en la vida de la Iglesia es colaborar en la vida de la propia parroquia, con el propio párroco, de acuerdo a la propia experiencia y competencia. Es comprensible que si hay una traducción nueva del misal al inglés se pregunte a peritos en ese campo (teólogos, exegetas, liturgistas, historiadores, traductores jurados, etc., y no a arquitectos, mecánicos o empresarios. No es una cuestión de «discriminación» sino de competencias en los diferentes ámbitos). Naturalmente, por razones tanto prácticas como teológicas, la Santa Sede no va a consultar uno por uno a todos los bautizados de la tierra sobre las decisiones que se deben tomar a nivel global, para eso ya existen consultores, tanto laicos como eclesiásticos, en los diferentes dicasterios de la curia romana. Sobre «los» remitentes de la carta resulta evidente que se está hablando de un sector «católico» de ese país y no a título de todos y cada uno de los católicos de Australia.
 
¿Qué decir sobre el tema del celibato y la «ordenación de mujeres»? Fue precisamente un sacerdote australiano –Anthony Denton– quien en la vigilia con ocasión del encuentro internacional de sacerdotes con el Papa, para la clausura del año sacerdotal del jueves 10 de junio de 2010, formuló una pregunta pública a Benedicto XVI. La respuesta del Pontífice tocó un punto fundamental que da en el blanco cuando se habla de la escases de vocaciones y se aduce ese argumento como condición para quitar la norma del celibato y proceder a la «ordenación de mujeres». Respondió el Santo Padre:
 
«Es grande la tentación de ocuparnos nosotros del asunto, de transformar el sacerdocio —el sacramento de Cristo, el ser elegido por él— en una tarea normal y corriente, en un «oficio» que tiene un horario, y por lo demás uno se pertenece sólo a sí mismo; convirtiéndolo así en una vocación como cualquier otra: haciéndolo accesible y fácil. Pero esta es una tentación que no resuelve el problema. Me hace pensar en la historia de Saúl, el rey de Israel, que antes de la batalla contra los filisteos espera a Samuel para el necesario sacrificio a Dios. Y cuando Samuel, en el momento esperado, no llega, él mismo ofrece el sacrificio, aun sin ser sacerdote (cf. 1 S 13); piensa que así puede resolver el problema, que naturalmente no resuelve, porque se asume él la responsabilidad de lo que no puede hacer, se hace él mismo Dios, o casi, y no puede esperarse que las cosas vayan realmente según el modo de Dios. Así, también nosotros, si desempeñáramos sólo una profesión como los demás, renunciando a la sacralidad, a la novedad, a la diversidad del sacramento que da sólo Dios, que puede venir solamente de su vocación y no de nuestro «hacer», no resolveríamos nada».
 
Roy Bourgeois en una "misa" de sacerdotisas.
¿Y sobre la «objeción de conciencia» del P. Roy Bourgeois? Ya el cardenal Schönborg había declarado que los sacerdotes que creen en conciencia de estar en gravísimo conflicto con la Iglesia no deberían continuar en su ministerio. No se trata sólo de una afirmación aislada y privada de fundamento.
 
En la instrucción «El servicio de la autoridad y de la obediencia», de la Congregación para los institutos de vida consagrada y sociedad de vida apostólica del 11 de mayo de 2008, queda claramente respondida la cuestión planteada en el mismo documento con la formulación: «¿Puede haber situaciones en que la conciencia personal parezca que no permite seguir las indicaciones dadas por la autoridad? O, de otra forma, ¿puede ocurrir que el consagrado se vea obligado a declarar, respecto de las normas o los propios superiores: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5, 29)? Sería el caso de la llamada objeción de conciencia, de la que habló Pablo VI, y que debe entenderse en su significado auténtico».
 
La respuesta de la instrucción es clara:
 
«Si es verdad que la conciencia es el ámbito en que resuena la voz de Dios que nos indica cómo comportarnos, no lo es menos que hace falta aprender a escuchar esa voz con gran atención, para saber reconocerla y distinguirla de otras voces. En efecto, no hay que confundir esa voz con otras que brotan de un subjetivismo que ignora o descuida las fuentes y criterios irrenunciables y vinculantes en la formación del juicio de conciencia: «el «corazón» convertido al Señor y al amor del bien es la fuente de los juicios «verdaderos» de la conciencia», y «la libertad de la conciencia no es nunca libertad «con respecto a» la verdad, sino siempre y sólo «en» la verdad».
 
En consecuencia, la persona consagrada deberá reflexionar con calma antes de concluir que la voluntad de Dios la expresa, más que el mandato recibido, lo que ella siente en su interior. Y tendrá que recordar que la ley de la mediación rige en todos los casos, absteniéndose de tomar decisiones graves sin contraste ni comprobación alguna. No se discute, ciertamente, que lo importante es llegar a conocer y cumplir la voluntad de Dios; pero debería ser igual de indiscutible que la persona consagrada se ha comprometido con voto a captar esta santa voluntad a través de determinadas mediaciones. Afirmar que lo que cuenta es la voluntad de Dios y no las mediaciones, y rechazar éstas o aceptarlas sólo a conveniencia, puede quitar significado al voto y vaciar la propia vida de una de sus características esenciales.
 
Por consiguiente, «hecha excepción de una orden que fuese manifiestamente contraria a las leyes de Dios o a las constituciones del Instituto, o que implicase un mal grave y cierto — en cuyo caso la obligación de obedecer no existe —, las decisiones del superior se refieren a un campo donde la valoración del bien mejor puede variar según los puntos de vista. Querer concluir, por el hecho de que una orden dada aparezca objetivamente menos buena, que es ilegítima y contraria a la conciencia, significaría desconocer, de manera poco real, la oscuridad y la ambigüedad de no pocas realidades humanas. Además, el rehusar la obediencia lleva consigo un daño, a veces grave, para el bien común. Un religioso no debería admitir fácilmente que haya contradicción entre el juicio de su conciencia y el de su superior. Esta situación excepcional comportará alguna vez un auténtico sufrimiento interior, según el ejemplo de Cristo mismo «que aprendió mediante el sufrimiento lo que significa la obediencia» (Hb 5, 8)».
 
Posiblemente, a un nivel más profundo, lo que más puede llamar la atención de estos hechos, sobre todo cuando vienen de sacerdotes, es la contradicción que hay entre lo que ellos libremente aceptaron antes de ser ordenados y lo que ahora ponen en suspenso: la obediencia y fidelidad al Magisterio de la Iglesia de la cual querían ser ministros así como el abrazar el celibato por el Reino de los cielos.
 
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