Miércoles, 25 de diciembre de 2024

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Cambio climático: milenarismo del s. XXI

por Luis Antequera

 
            Resulta llamativo que una sociedad que alardea de descreída hasta los extremos que lo hace la actual, ande a la búsqueda de manera tan tenaz como indisimulada, de los ídolos con los que reemplazar al Dios único sobre el que ha reposado el sistema de convivencia durante tantos siglos. La última aportación de los gurús del s. XXI a esos descreídos que andan a la búsqueda del dios definitivo, parece ser la del cambio climático, que va camino de trascender ante nuestros atónitos ojos el campo de lo científico, donde se presentaba como una hipótesis plausible con sus partidarios y sus detractores y sometida a las rigurosas leyes de la ciencia, para pasar a engrosar el de lo religioso, en el que se presenta como un dogma ante el que no hay más que dos alternativas: o profesar o apostatar y en el que discrepar, interrogar, dudar quedan prohibidos.
 
            No sé si todo el mundo es consciente de que el debate sobre el cambio climático no se refiere estrictamente a lo que su nombre indica, es decir, si el clima está cambiando o no lo hace, algo que es tan fácil de constatar, pues no hace falta haber sido premiado con una vida muy larga para registrar que cada invierno es diferente del anterior y que a primaveras, otoños y veranos les pasa otro tanto de lo mismo. Sino a si esa perturbación de nada menos que el clima, algo tan inalcanzable que era responsabilidad de quien en las alturas regía tanto el cielo como el Cielo, y por eso para aplacar su ira a él se dirigían dando brincos los mohicanos y procesionando los cristianos, es ahora responsabilidad directa de la nueva deidad elevada a los altares por los sacerdotes de la moderna religión laica: el Ser Humano, escrito con mayúsculas.
 
            Pero el fenómeno no es en absoluto nuevo, y el descreído ciudadano del s. XXI, que sólo se apercibirá de su pequeñez cuando con ayuda de la ciencia histórica verifique de una vez que casi todo lo que inventa ya había sido inventado el siglo anterior, y otra vez el anterior, y así hasta el infinito, no hace sino incurrir, en lo relativo al cambio climático, en una nueva expresión de un fenómeno tan viejo como el mundo: el del milenarismo, aquél por el cual nuestros ancestros creían llegado el fin de todas las cosas con la gran batalla del bien y del mal previa al fin de todas las cosas.
 
            ¿Creíamos desterrado el fenómeno? Pues bien, esta nueva manifestación del mismo, que “casualmente” coincide una vez más con un cambio de milenio, demuestra que no. Y es que todos los elementos del milenarismo son identificables en su nueva expresión del s. XXI.

            El primero, el pecado, que en este caso ya no es la sodomía o el adulterio, pongo por caso, sino uno mucho más moderno y progresista, ¡válgame Dios!, los efectos contaminantes de la actividad del Ser Humano.

            El segundo, el castigo, apocalíptico, como no, aunque ya no se trate de las penas del infierno de un diablo demodé, sino de una inmanente y bien laica tierra inhabitable, en la que será imposible toda forma de vida medianamente evolucionada, convertida ella misma en un infierno terrestre.

            El tercero, la feligresía de los justos, la de aquéllos que sin demandar mayor explicación, -¡ah! ¿pero hace falta?- hacen un acto de fe ciega basado en el único argumento del carisma de los transmisores del mensaje.

            El cuarto, la secta de los apóstatas, encasillados ahora, en nueva terminología, que alguna aportación tenía que hacer el nuevo milenarismo del s. XXI, en el grupo de fascistas, reaccionarios, carcas, especuladores y otros desaprensivos de semejante pelaje.

            Y quinto, el sanedrín de los sumos sacerdotes de la nueva fe, denominados ahora, en terminología no menos novedosa -lo que mejor suele hacer el ser humano cuando repite indefectiblemente los mismos procesos históricos consiste en ponerle nombres nuevos-, ecologiiiistaaaas.
 
            Para completar el fenómeno milenarista, faltaba tan sólo una figura: la del totémico iluminado ungido por la divinidad para tan alta misión, al modo de cómo lo fueran en su día personajes tan diferentes como el judío del s. II Bar Kochba, el cristiano del s. XII Joaquín de Fiore, o el musulmán del s. XIII Ibn Tumart. Pues bien, el nuevo mesías ha sido ya exaltado, y recorre el mundo dejando a su paso una estela salvífica, de la que penden las visitas que le rinden los más poderosos señores del planeta y los elevados pagos que le hacen para contribuir a su contaminante bienestar, que nadie cuestiona porque su unción le hace acreedor a él: ¿saben ya de quien se trata? Pues bien, si entre sus seguidores existiera el menor rastro del cuestionamiento que debe presidir el espíritu del más aprendiz de los científicos, el santón en cuestión estaría desautorizado de raíz para el papel que se arroga, y es que su algorítmico nombre no debería ocultar que el mesías del cambio climático que es, regenta y se enriquece a costa de industrias altamente contaminantes y paga con los premios en metálico que le otorgan sus fieles incondicionales, una cuenta de luz que asciende a más de dos mil euros sólo en la casa en la que vive. Pero sobre todo, y por encima de todo, su algorítmico nombre no debería hacernos olvidar que cuando en sus tiempos de formación mesiánica asentó sus reales en las entrañas del leviatán contaminador, que eso y no otra cosa es el país del que una vez fue vicepresidente (con esta pista ya tendrán bastante ¿no?), pudo haber hecho él mismo, y no lo hizo, aquello por lo que condena a los demás a la hoguera: firmar un protocolo, llamado de Kioto, que ahora quiere que firme el que ocupa el lugar que él ocupó. Ahora bien, ¿quién se acuerda de semejantes minucias cuando se trata de nada menos que “El Mesííííaaaas”?
 
            Flaco favor hacen a lo que no debería pasar de ser una mera teoría, plausible probablemente, con sus partidarios y sus detractores, pendiente todavía de pasar por la prueba del algodón de la definitiva elevación a la categoría de ley científica porque la ciencia es así de exigente y porque los datos no son todavía suficientemente reveladores, los que quieren convertir al cambio climático en uno más de los dogmas de la nueva religión laica, dogma con el que estigmatizar a la mitad de la población para arrojarla a las hogueras de la nueva Inquisición, la que nunca muere y siempre renace de sus cenizas, aquéllas cuyas llamas consumen hoy con la muerte civil, con el santo desprecio de la feligresía de los justos, y las dejan marcadas con la estrella de seis puntas que hoy día significa “facha”, “carroza”, “reaccionario”, el modo, en definitiva, de ser hereje en el s. XXI.
 
            Nada nuevo bajo el sol, un milenarismo más, en definitiva, que añadir a los muchos que en la historia han sido. Pasará. Probablemente hasta tendrá efímera existencia. De momento ya cambió de nombre, pasando de ser un comprometido “calentamiento global” que obligaba engorrosamente a la subida de temperaturas en todos los lugares del planeta, para pasar a ser un ecléctico y polivalente “cambio climático”, que lo mismo sirve para unos calores en Noruega, que para unos fríos en España. Pero vendrá seguido de otro. De eso, no les quepa duda, que los hombres somos muy burros, y por muy diosecillos que nos lleguemos a creer, -que una de las importantes consecuencias del cambio climático es que el clima ya no lo determina el dios del cielo escrito con minúsculas, sino el nuevo Dios del Orbe, escrito con mayúsculas, que es el Ser Humano- siempre andamos haciendo las mismas tonterías que ya hicieron nuestros abuelos, los cuales, pobrecitos, no fueron ni más ni menos burros que nosotros mismos.
 
 
 
 
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