Domingo, 24 de noviembre de 2024

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La cultura de la calle

por Cardenal Ricardo M. Carles

«Nuestra cultura no es la cultura de la calle». Esta aseveración la escuché cierta noche a un joven militante. Era totalmente cierta. Expresaba que los valores a tener en cuenta para la vida de ellos no eran los habituales; que el esquema de comportamiento moral de él y de sus amigas y amigos militantes no era precisamente el de las calles, y que tampoco lo eran las motivaciones de tales comportamientos.

Ortega y Gasset dijo que la cultura era una especie de movimiento natatorio para que el sujeto humano no se hunda en el mar de la naturaleza. Esta afirmación puede tener una referencia doble. Una, la cultura entendida como actuación del hombre inteligente para no ahogarse en medio de una naturaleza que le es insuficiente para mantenerse o, quizás, hostil a él. En ese supuesto, la cultura es la aplicación de la técnica y el uso de ella.
Mas la cultura puede ser entendida como el esfuerzo del hombre por comportarse razonablemente y no dejarse arrastrar por la pura animalidad. En ese esfuerzo del espíritu es evidente que no entra solamente la capacidad intelectiva del hombre. Sin su capacidad de bondad-amor, la pura inteligencia puede no ennoblecerle.

Más aún, a ese esfuerzo aludido por no hundirse en la naturaleza, habría que añadir desde la certeza de la fe que la cultura es el movimiento, como natatorio, del hombre no sólo para no naufragar en la naturaleza, sino para llegar a alcanzar lo que, por puro don, le es connatural: la sobrenaturaleza. De ahí que una cultura que ahogue lo sobrenatural no nos sirve a los cristianos.
Con esto queda dicho que los católicos nos enfrentamos una vez más, como tantas otras en la historia con una cultura, la de la calle, la que brindan los medios de comunicación y la que se quiere imponer desde algunas instancias poderosas, que no sólo orilla toda trascendencia, sino que se opone radicalmente a cuanto suponga una concepción religiosa de la vida.

Baste recordar cómo se facilita la infidelidad de los esposos, el consumo de droga, la muerte de los no nacidos, la rebeldía a toda norma, el consumismo sin límites, la agresividad hacia el prójimo.

Parafraseando la definición de Ortega, podemos decir hoy que el sentido religioso es como el movimiento natatorio del hombre para no naufragar en una cultura y técnica que, en determinados aspectos, se torna agresiva para la nobleza del hombre y aun para su misma supervivencia. Conviene tener presente que, ni la cultura de la sociedad, ni la fe personal de cada hombre, es algo cristalizado, inamoviblemente objetivable, sino en proceso uno de cuyos polos es el hombre y el otro Dios en el que entran los dones de Dios y las tareas nuestras. No es cristiano, pues, quedarnos como meros espectadores de la evolución socio-cultural.

Quede esto dicho, porque hay áreas de creyentes bastante amplias con una actitud de pesimismo, que conduce a convertirse en espectadores críticos del proceso cultural, sin capacidad para considerarse reconductores del mismo. Los cristianos sabemos, mejor que otros, que el mundo no es fatalmente de una determinada manera, sino como los hombres, que son el alma del mundo, quieren hacerlo.
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