Mártires de la pureza
De Uganda a Córdoba: el camino de la pureza
Uganda es el único país africano que ha sido visitado por tres papas: san Pablo VI en 1969, san Juan Pablo II en 1993 y el papa Francisco, en 2015 (bajo esta líneas, contemplando una representación del martirio sufrido por san Carlos Lwanga y sus compañeros). La visita a la llamada Perla de África tiene una motivación clara: los mártires de Uganda.
Entendemos como mártires de la pureza los que son asesinados defendiéndose de una agresión sexual, y cuando esta defensa tiene un marcado sentido religioso y espiritual para el agredido. La inmensa mayoría de este grupo martirial son mujeres, por tradición, pero también hay algunos hombres entre ellos. Aunque esté en italiano, podéis entrar en este enlace, para comprobar la cantidad de niñas, adolescentes y mujeres que están en proceso de canonización:
http://www.cartantica.it/pages/collaborazioniindifesa.asp
Curiosamente los dos casos de “mártires de la pureza masculinos” se celebran en este mes de junio. El primer caso, lo celebramos hoy día 3, se trata de los 22 mártires de Uganda; el segundo, San Pelayo, cuya fiesta se celebra el 26 de junio.
En el testimonio de los mártires de Uganda se combina la tiranía política y la lujuria homosexual. En el del joven san Pelayo se une a todo ello la pederastia.
LOS MÁRTIRES DE UGANDA
En 1879, los Padres Blancos del Cardenal Charles Lavigerie establecieron en África las primeras misiones católicas. Éstas progresaron en Uganda por el apoyo que prestó el regente local Mtesa a los cristianos. En cambio, Mwanga, su sucesor, luchó por desarraigar el cristianismo de su pueblo, en cuanto uno de sus súbditos, un católico servidor del palacio llamado José Mkasa, hizo reproches de los abominables vicios que practicaba. El 15 de noviembre de 1885, Mwanga mandó decapitar a José Mkasa. Los cristianos lejos de atemorizarse, continuaron con sus actividades.
Una de las preocupaciones del nuevo líder cristiano, Carlos Lwanga, era la de proteger a los jóvenes cristianos de los deseos lujuriosos del monarca. Cuando uno de los pajes se opuso a mantener relaciones sexuales con el soberano, el mismo rey le preguntó cuál era su razón para rechazarle. El siervo le dijo que estaba recibiendo el catecumenado cristiano de manos de Dionisio Ssebuggwawo. El rey lleno de ira y, tras llamar a Dionisio a su presencia, le atravesó el cuello con una lanza.
En mayo del año siguiente, estalló la tempestad. Los cristianos fueron capturados y llamados ante el rey. Éste les preguntó si tenían la intención de seguir siendo cristianos. “- ¡Hasta la muerte!”, respondieron ellos al unísono. El rey ordenó que la ejecución tuviera lugar en Namugongo, a 60 kilómetros de distancia. A tres de los jóvenes mártires se les quitó la vida cuando iban por el camino; los restantes fueron encerrados en la prisión de Namugongo, bajo condiciones infrahumanas. El 3 de junio de 1886, día de la Ascensión, fueron sacados de la prisión; envueltos en unos juncos y, ordenados en fila, se les prendió fuego.
Carlos Lwanga, Andrés Kaggwa, y otros veinte jóvenes fueron beatificados en 1920, por Benedicto XV. El 18 de octubre de 1964, san Pablo VI canonizó a los 22 mártires de Uganda.
Estos son sus nombres: Adolfo Mukasa Ludigo (25 años), Ambrosio Kibuka (18 años), Anatolio Kiriggwajjo (20 años), Andrés Kaggwa (30 años), Aquiles Kiwanuka (17 años), Atanasio Bazzekuketta (20 años), Bruno Serunkuma (30 años), Carlos Lwanga (25 años), Dionisio Ssebuggwawo (16 años), Gonzaga Gonza (24 años), Gyavira (17 años), José Mukasa (25 años), Juan María Muzeyi (33 años), Kizito (15 años), Lucas Banabakintu (35 años), Matías Mulumba Kalemba (50 años), Mbagga Tuzinde (17 años), Mugagga (17 años), Mukasa Kiriwawanvu (25 años), Noé Mawaggali (35 años), Ponciano Ngondwe (38 años), Santiago Buzabaliawo (30 años).
El programa marcado por san Pablo VI: La vida cristiana es lo más hermoso que hay
En la fotografía, sobre estas líneas, vemos como Pablo VI recibe la ofrenda de unas palomas durante la canonización de los mártires de Uganda.
El 26 de abril de 1980 san Juan Pablo II al consagrar la iglesia de los Santos Mártires de Uganda en Roma, decía dirigiéndose a los peregrinos africanos:
“Vivid de acuerdo con el programa que os presentó mi predecesor Pablo VI (en julio de 1969) cuando visitó vuestro país: Primero: amad mucho a Jesucristo, tratad de conocerlo bien, estad unidos a Él, tened: mucha fe y mucha confianza en Él. Segundo: sed fieles a la Iglesia, orad con ella, amadla, difundidla, estad siempre dispuestos a darle testimonio franco como vuestros mártires. Tercero: sed fuertes y valientes; estad gozosos, contentos y alegres siempre, porque la vida cristiana -recordadlo- es lo más hermoso que hay”.
SAN PELAYO
Según la tradición Pelayo nació en Albeos, diócesis de Tuy (Galicia) hacia el año 912, justamente cuando empezaba a reinar en Córdoba el califa Abderramán III, que será el causante de su muerte. Pelayo crece al lado de su tío Hermogio, obispo de Tuy, que se preocupa por instruirlo en las ciencias humanas, pero sobre todo por formarlo en la fe y en la piedad.
En el año 920 Abderramán ataca los reinos cristianos del norte de España, que le hacen frente en Valdejunquera. En esta batalla Hermogio es hecho prisionero y llevado como cautivo a Córdoba. Le permiten que vuelva a Tuy para tramitar el rescate, pero entretanto debe dejar a su sobrino como rehén.
Pelayo permanece unos cuatro años en la cárcel de Córdoba, durante los cuales la fe en Cristo va creciendo con fuerza en su corazón. Y cuando intentan apartarlo de ella y comprometer lo más íntimo de su ser, la dignidad de su cuerpo y de su alma, no logran su propósito. Fue entonces cuando despertó la atención del poderoso Abderramán III por su educación y por las discusiones que mantenía con los musulmanes defendiendo sus creencias cristianas. Llamado a presencia del emir, éste se ilusionó con la idea de poseer al joven Pelayo... Todo el poder de un califa frente a la debilidad de un adolescente. La pretensión del soberano era doble: comprar el alma y el cuerpo de Pelayo, pero éste, libre pese a la cautividad, no quiso venderse, ni en un sentido ni en otro.
Según las antiguas narraciones Abderramán III le hizo su ofrecimiento:
“Niño, grandes honores te aguardan; ya ves mi riqueza y mi poder: pues una gran parte de todo ello será para ti. Tendrás oro, plata, vestidos, alhajas, caballos; tendrás un magnifico palacio junto al real alcázar, y en él tendrás esclavos, esclavas y cuanto puedas apetecer. Pero es preciso que te hagas musulmán como yo, porque he oído que eres cristiano y que empiezas a discutir en defensa de tu religión”.
A todo esto, Pelayo le respondió:
“Sí, ¡oh rey!, soy cristiano; lo he sido y lo seré. Todas tus riquezas no valen nada. No pienses que por cosas tan pasajeras voy a renegar de Cristo, que es mi Señor y tuyo, aunque no lo quieras”.
Llevado de su desatado instinto sexual, se adelantó hacia él y le tocó su túnica con las manos. Lleno de ira, el santo adolescente retrocedió, diciendo:
“¡Atrás, perro! ¿Crees acaso que soy como esos jóvenes infames que te acompañan?”.
Abderramán no se anduvo con contemplaciones y Pelayo pagó su fidelidad a Cristo con la muerte, el 26 de junio de 925. Dicen algunos que una catapulta de guerra lo lanzó desde un patio del alcázar hasta la otra orilla del Guadalquivir; casi muerto, fue degollado por un guardia. Pero, en algún retablo, como en el mismo “Martirologio”, se alude a otro modo de martirio: siendo desgarrada su carne con tenazas. Sus reliquias, recogidas por los cristianos de la ciudad, se trasladan hacia el norte de España. La peregrinación desde el lugar de su martirio hasta Oviedo difunde la noticia del testimonio impresionante del joven Pelayo. Numerosas parroquias lo adoptan como santo patrono. Sobre todo, en León donde, en un primer momento, depositan sus reliquias en un monasterio construido a tal efecto. Una vez en Oviedo, en el año 994, la comunidad de monjas benedictinas que lo acoge coloca la urna de las reliquias debajo del altar mayor de la Iglesia del cenobio, que a partir de entonces pasar a llamarse “Monasterio de San Pelayo”.