El error del antagonismo eterno
“No tengo que dejar, después de mi muerte en la memoria de la humanidad más que mi pensamiento fundamental. No quiero incubar más que una idea en el discurso de la humanidad consciente – se empecinaba Feuerbach-. El objeto de mi trabajo no es hacer de los hombres teólogos, sino antropologistas; llevarlos del amor de Dios al de los hombres, de la esperanza del más allá al estudio de las cosas de aquí abajo; no hacerles más viles servidores religiosos… sino ciudadanos del universo libres e independientes”.
Es la postura de quienes creen que, entre Dios y el hombre, existe un “antagonismo eterno” y, en consecuencia, no cejan de querer construir un mundo sin Dios.
Esto es lo que afirmamos muchas veces: un mundo sin Dios. Pero creo que es más cierto decir que, intentar un mundo “sin Dios”, es organizar el mundo “contra el hombre”. El humanismo exclusivo es un humanismo inhumano, porque se quiebra sin remedio el hombre que se piensa a sí mismo sin relación a quien le ha hecho. No sólo el Viernes Santo, sino cualquier día y en cualquier encrucijada de la vida, se acaba matando al hombre, si no se ha acertado a ver en él a Dios.
“El acontecimiento capital de nuestro tiempo es que hemos perdido al hombre –este viejo hombre que no era muy bello, pero al cual habíamos querido,- por despojarle de su aureola y querer librarle de un brillo que juzgábamos extraño a su naturaleza. El hombre al que se le suprimía al Padre, para hacer de él un alegre huérfano, no ha tenido éxito”.(Synchrone). No hay hombre cuando no hay nada que trascienda al hombre.
Y es que “si el hombre se hace su propio Dios –dijo G. Thibon- puede alimentar algún tiempo la ilusión de que se eleva y se libera; ¡pasajera exaltación!. Es a Dios al que rebaja, y no pasará mucho tiempo sin que él se sienta a su vez rebajado”, porque las viejas fuerzas del destino que el cristianismo había conjurado, comienzan a pesar sobre él.
Cualquier otro ideal –es fácil apelar a la memoria histórica, y no hace falta salir de nuestro siglo o del anterior- acaba despertando los instintos más poderosos. “Trigo sin germen” llamó Maritain a los ideales sin Dios.
“Dios no es solamente para el hombre una norma que se impone –afirmó bellamente el mismo Thibon-; es el absoluto que lo fundamenta, es el Amado que le atrae, el Más Allá que le suscita, es lo Eterno que le prepara el único clima respirable y es esa tercera dimensión en la que el hombre encuentra su profundidad”.
Si no se encuentra en el hombre ningún valor que imponga respeto a todo, nada impide ya usarlo como mero material o instrumento para preparar alguna sociedad futura. Sin Dios, no pasa de instrumento, no alcanza a ser el fin de la historia y de la sociedad. Nada impide rechazarlo como una cosa inútil. La sombra de la eutanasia y del aborto, también en nuestro país, va adquiriendo la densidad de algo más que una lejana amenaza para el hombre. Y tristemente no es sino una de las consecuencias que segrega una sociedad que se pone de espaldas a Dios.
Es la postura de quienes creen que, entre Dios y el hombre, existe un “antagonismo eterno” y, en consecuencia, no cejan de querer construir un mundo sin Dios.
Esto es lo que afirmamos muchas veces: un mundo sin Dios. Pero creo que es más cierto decir que, intentar un mundo “sin Dios”, es organizar el mundo “contra el hombre”. El humanismo exclusivo es un humanismo inhumano, porque se quiebra sin remedio el hombre que se piensa a sí mismo sin relación a quien le ha hecho. No sólo el Viernes Santo, sino cualquier día y en cualquier encrucijada de la vida, se acaba matando al hombre, si no se ha acertado a ver en él a Dios.
“El acontecimiento capital de nuestro tiempo es que hemos perdido al hombre –este viejo hombre que no era muy bello, pero al cual habíamos querido,- por despojarle de su aureola y querer librarle de un brillo que juzgábamos extraño a su naturaleza. El hombre al que se le suprimía al Padre, para hacer de él un alegre huérfano, no ha tenido éxito”.(Synchrone). No hay hombre cuando no hay nada que trascienda al hombre.
Y es que “si el hombre se hace su propio Dios –dijo G. Thibon- puede alimentar algún tiempo la ilusión de que se eleva y se libera; ¡pasajera exaltación!. Es a Dios al que rebaja, y no pasará mucho tiempo sin que él se sienta a su vez rebajado”, porque las viejas fuerzas del destino que el cristianismo había conjurado, comienzan a pesar sobre él.
Cualquier otro ideal –es fácil apelar a la memoria histórica, y no hace falta salir de nuestro siglo o del anterior- acaba despertando los instintos más poderosos. “Trigo sin germen” llamó Maritain a los ideales sin Dios.
“Dios no es solamente para el hombre una norma que se impone –afirmó bellamente el mismo Thibon-; es el absoluto que lo fundamenta, es el Amado que le atrae, el Más Allá que le suscita, es lo Eterno que le prepara el único clima respirable y es esa tercera dimensión en la que el hombre encuentra su profundidad”.
Si no se encuentra en el hombre ningún valor que imponga respeto a todo, nada impide ya usarlo como mero material o instrumento para preparar alguna sociedad futura. Sin Dios, no pasa de instrumento, no alcanza a ser el fin de la historia y de la sociedad. Nada impide rechazarlo como una cosa inútil. La sombra de la eutanasia y del aborto, también en nuestro país, va adquiriendo la densidad de algo más que una lejana amenaza para el hombre. Y tristemente no es sino una de las consecuencias que segrega una sociedad que se pone de espaldas a Dios.
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