Durante este verano vamos a ir descubriendo cosas curiosas que nos ofrecen las hemerotecas
Un verano por la hemeroteca (6c): La matanza de los frailes en el siglo XIX
Los jesuitas asesinados en el Colegio de San Isidro
Asaltan el edificio. A golpes de martillos y de hachas caen las puertas de la calle de Toledo y de la de la Colegiata. El padre portero -el padre Sauri- es la primera víctima de la multitud. Inútilmente ha tratado de convencerles de lo absurdo de la creencia de que ellos habían envenenado las aguas. Cometido el primer asesinato, los asaltantes se esparcen por los claustros, por las aulas, por las celdas. Acorralan y matan a todo religioso que encuentran en su trágica busca. Por las losas de los claustros corre abundantemente la sangre. Caen el padre Fernández, el padre Artigas, el padre Carasa. Caen el hermano Elola, el hermano Barba, el hermano Ostolaza. El cadáver de este es arrastrado a través de las calles por un grupo de arpías, entre risas, gritos y blasfemias.
Son muy pocos los que logran escapar. Algunos son alcanzados cerca de la Plaza de la Cebada y asesinados allí mismo.
El padre Gracián que estaba rezando en el coro...
Cuando las turbas se disponen ya a dejar este colegio de San Isidro, alguien, de pronto, se acuerda del padre Gracián, del jesuita que recibía los sacos de arena. No se le ha visto allí. Los asaltantes se reparten de nuevo por el edificio para buscar al padre Gracián. No lo encuentran. Registran celdas y oratorios, saltan sobre los cadáveres, manchan sus pies en la sangre que corre abundantemente sobre los claustros. Desconfían ya de encontrarlo. Sin duda es uno de los pocos que ha conseguido escapar.
Pero es encontrado, finalmente. Está en el coro, rezando, abstraído de toda la tragedia que pasa en torno suyo, sin que los gritos y las blasfemias de todos aquellos hombres lograsen apartarle de sus plegarias. Caen sobre él golpes e insultos. Habla en el religioso el instinto de conservación. Cerca de él está el Tablas, que capitaneaba el grupo. El padre Gracián coge un facistol y quiere descargar con él un golpe sobre la cabeza del Tablas. Alguien que advierte este propósito da una cuchillada al fraile y lo derriba. Inmediatamente, golpes y heridas de todas las clases lo rematan.
Cien religiosos son muertos ese día
Otras residencias religiosas son asaltadas también en la tarde y la noche de ese mismo día diez y siete. El convento de la Merced -en parte de lo que hoy es la plaza del Progreso-, el de Santo Tomás -en la calle de Atocha, donde está la iglesia de la Santa Cruz-, la iglesia de San Francisco el Grande... Cien religiosos mueren ese día. También seglares. Para justificar la matanza de estos, se les mete en sus faltriqueras, una vez muertos, polvos de ladrillo, yeso o harina. Al asalto y al asesinato, las turbas unen en el saqueo: salen de los conventos llevándose objetos religiosos y artísticos y dinero.
La misma escena patética se repite una y otra vez. En San Francisco el Grande, ante los altares, los frailes siempre piden misericordia al populacho desbordado. Unos están de rodillas, otros llevan en lo alto los crucifijos y las formas sagradas, para detener el furor homicida de la multitud. Esta, ciega de sangre y de rencor, continua implacablemente los asesinatos. Y la fuerza publica lo tolera y hasta casi protege el desmán.
Un siglo después
Han pasado ya cien años. Para explicar aquella tragedia se han dado otras razones, aparte de la credulidad del populacho: la pasión política, la oscura labor masónica. (Algunos historiadores hablan de cómo en las logias y las torres se pagaba a los autores de la matanza).
Han pasado ya cien años desde aquel día de verano en que se dijo que los frailes habían envenenado las aguas de las fuentes de Madrid. Ahora, al cabo de todo este tiempo, como de un retoño de la patraña de entonces, se ha dicho también que se estaban repartiendo caramelos envenenados.