Los discípulos reconocieron al Señor Jesús al partir el pan. Aleluya (Lc 24,35).
El misterio divino nunca es un descubrimiento nuestro, Dios es quien nos da a conocer su intimidad y su acción para con nosotros. Lo hace en Jesús, Él nos desvela la Trinidad. Y donde esto se nos da en mayor transparencia es en el misterio pascual. La Eucaristía es, por tanto, el lugar de los lugares en que Dios se nos muestra y donde en fe lo conocemos, lo reconocemos.
Dios es misterio en sí mismo. Y, porque lo es, nuestra capacidad creatural de conocer está ciega para la intimidad trinitaria. La autocomunicación de Dios lleva consigo la capacitación del hombre para que pueda conocerlo como tal misterio. La Pascua es también el manadero de la fe y la pila bautismal es nuestro primer encuentro de comunión con el misterio de la Cruz y Resurrección del Señor. Si son posibles los actos de la fe y el acto de fe es por la fe en cuanto potencia para esos actos.
Toda la historia salvífica lo es de revelación y, por ello, toda ella apunta a ese misterio. Desde él es comprensible, pero, a la par, no está desligado de todo lo que le precede; sin lo anterior es incomprensible, la revelación es una unidad. Esto se da de manera especialmente intensa en la vida de Jesús; todos sus misterios remiten al Pascual y éste a los demás.
En la Eucaristía, conocemos a Jesús entero y enteramente dado, dándosenos. El Sumo Sacerdote es quien oficia el sacrificio realizado de una vez para siempre, es Él quien nos parte el pan, Él quien hace presente el sacrificio de la Cruz y, al hacerlo, hace que cobre actualidad, presencia, para nosotros el misterio divino.
Ahí se nos hace presente para que lo reconozcamos en su misterio pascual, en la fracción del pan.