Conferencia del padre Santiago Cantera, OSB con la que se ha abierto las Jornadas Martiriales
Los Beatos y Siervos de Dios sepultados en el Valle de los Caídos
LOS BEATOS Y SIERVOS DE DIOS SEPULTADOS EN EL VALLE DE LOS CAÍDOS Y SU ACEPTACIÓN DEL MARTIRIO
Santiago Cantera Montenegro, O.S.B.,
Prior Administrador de la Abadía Santa Cruz de Valle de los Caídos
En la Basílica pontificia de la Santa Cruz del Valle de los Caídos yacen los restos, en el momento presente, de 59 beatos y 15 siervos de Dios mártires por la fe.
Su ubicación se refiere principalmente a las capillas del Sepulcro y del Santísimo, pero de aquí en su mayor parte pasaron en 1990 a la capilla de la Virgen del Pilar por una reubicación de restos de caídos de un piso de columbarios por problemas de humedad.
Los grupos principales proceden de Almería (un total de 20 beatos), Madrid (entre ellos, las 7 beatas adoratrices y 3 salesas o visitandinas) y otros lugares como Carrión de Calatrava, pero los hay de diversas procedencias. Han ido siendo elevados a los altares en sucesivas beatificaciones llevadas a cabo por los papas San Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco. Además de los 15 siervos de Dios, hay otras personas cuyo proceso de beatificación se puede abrir en tiempos próximos.
Este tesoro espiritual de la Basílica forma parte de toda la cantidad ingente de vida y de riqueza humana y espiritual que existe en el Valle de los Caídos y que lamentablemente es muchas veces desconocida. Y tal riqueza de vida es consecuencia de la idea de fondo que da sentido a este santuario y monumento, por encima de los vaivenes temporales.
En primer lugar, el Valle alberga una comunidad benedictina, que ora diariamente por la paz en España y por las almas de quienes, a uno y a otro lado del frente o en sus retaguardias, murieron entre 1936 y 1939. Esta comunidad desarrolla diariamente su vida monástica de oración, trabajo y estudio. Al lado de ella y con ella, una escolanía de niños cantores, la única del mundo que diariamente canta la Misa según la más pura tradición gregoriana y que se ha ganado fama internacional, solemniza esta oración que desde el seno de la montaña quiere elevarse hasta Dios por el mundo y por todos los hombres, y más especialmente por España y por los españoles, tanto vivos como difuntos. Y junto con todos ellos, no hay que olvidar a las personas que trabajan para sacar adelante el lugar. Toda una comunidad humana que no se puede olvidar ni despreciar antes de conocerla de verdad. El día a día aquí es de paz y de trabajo.
Al lado de esta comunidad humana de vivos, hay una gran comunidad de difuntos, sepultados en las capillas laterales de la gran Basílica subterránea; Basílica bendecida (y, con ella, las capillas sepulcrales) por el abad de Silos Dom Isaac Toribios en 1958 y nuevamente al ser consagrada como Basílica pontificia por el cardenal Gaetano Cicognani en 1960, como legado del papa San Juan XXIII, quien, por cierto, visitó el Valle antes de estar terminadas las obras y de ser Papa (también el cardenal Ratzinger, futuro Benedicto XVI, lo visitó antes de su elevación a la sede petrina). Los libros de registro hablan de casi 34.000 caídos, pero muy posiblemente la cifra pudiera elevarse más, como muchas veces se ha especulado, sin que sea fácil precisarlo con exactitud. Son caídos de uno y de otro bando en la guerra; caídos, como se ha dicho, en el frente de batalla o en las retaguardias, que si en un pasado estuvieron enemistados, hoy yacen juntos pidiéndonos a los vivos que no prolonguemos más las tensiones que les llevaron a morir, sino que seamos capaces de vivir de una vez por todas en paz entre todos los españoles, anhelando un proyecto común que nos una. La cruz que preside el monumento quiere recordarnos que en ella murió el Hombre-Dios que vino a reconciliarnos a los hombres con Dios y a los hombres entre sí, dando un testimonio de perdón desde lo alto de ella (“Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”) y abriendo su Corazón de perdón y misericordia al ladrón arrepentido en el último momento (“Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso”). Este testimonio del Crucificado, al cual podemos contemplar en el altar mayor de la Basílica en un momento de oración al Padre antes de morir, nos debe interpelar para poner fin a nuestras discordias y abrir nuestros corazones al perdón y a la paz.
Pues bien, dentro de ese conjunto de la comunidad humana de los difuntos del Valle de los Caídos –los cuales se encuentran vivos en otra dimensión distinta de la nuestra–, dentro de la gran familia de esos caídos de uno y de otro lado cuya presencia motivó la nueva denominación del valle de Cuelgamuros, y constituyendo el mejor testimonio de ese perdón, de esa reconciliación de España a la que se aspira y del sentido trascendente de la muerte que asumieron, se encuentra un grupo de 57 beatos mártires y 15 siervos de Dios que murieron también martirialmente. Es un grupo que va creciendo porque, cada cierto tiempo, la Iglesia eleva a los altares o introduce la causa de beatificación y canonización de algunos nuevos. Su memoria es la que se quiere dar a conocer con un libro del P. Joaquín Montull Belio, monje de la comunidad benedictina de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, que se halla en vías de publicación. A este libro hay que sumar los previos artículos del Rvdo. D. Jorge López Teulón, sacerdote de Toledo y la referencias en el libro de la Memoria de los Mártires de la Diócesis de Madrid dirigida por Mons. Juan Antonio Martínez Camino, Obispo Auxiliar de Madrid.
Precisamente, el P. Joaquín Montull ha querido aprovechar la ocasión de elaborar este libro que va camino de ver la luz para presentar en él cuál es el sentido y la idea trascendente del Valle de los Caídos, que está muy por encima de las ideas sesgadas que de él se han dado. Muy por encima de las miradas cortas, el P. Joaquín nos quiere llevar a penetrar en la realidad teológica profunda del Valle de los Caídos, de este valle que se quiere sea de paz. Su intención es siempre descubrir el valor y el sentido profundo del Valle desde la perspectiva de la fe orante. Fe orante de un monje que quiere adentrarse en la realidad histórica a partir de una visión que contempla el plan providente de Dios, nunca ilógico ni irracional por más que se presente muchas veces tortuoso y lleno de misterio a nuestros ojos, limitados a la visión de lo inmediato y lo terreno. El P. Joaquín Montull, aragonés formado en el Seminario de Lérida y luego en nuestra Abadía, es un profundo conocedor de la Sagrada Escritura y a ella ha dedicado mucho tiempo y estudio, así como clases para explicarla a los monjes jóvenes en período de formación. Desde esa penetración en la realidad histórica que posibilita la Biblia, quiere adentrarse en la entraña teológica del Valle de los Caídos y en el papel que la presencia de los beatos y siervos de Dios mártires juega dentro del santuario.
Entre estos mártires, los hay de todos los estados de la vida cristiana: laicos, sacerdotes diocesanos y religiosos y religiosas de vida consagrada. Los hay también de diversas edades, desde jóvenes hasta otros de edades más avanzadas. Hombres y mujeres. Por tanto, una representación amplia y fiel del pueblo de Dios que puede servir a éste como modelo de vida y de muerte cristianas.
Los mártires cuyas semblanzas aquí se ofrecen brevemente son, sin duda, el mejor testimonio para la paz, para el perdón y para la reconciliación entre los españoles. Son muchos los casos de los que se recoge la forma en que murieron perdonando a sus verdugos, sin el más mínimo odio hacia ellos; de hecho, si hubiera un atisbo de odio en una causa martirial, inmediatamente se paralizaría por parte de la Iglesia y no podría seguir adelante. El mártir muere siempre sin odio y perdonando en su corazón, y en ocasiones incluso lo expresa explícitamente con gestos o con palabras. Es así el caso, entre los sepultados en el Valle de los Caídos, del beato pasionista Juan Pedro de San Antonio, de 46 años, quien dijo a la dueña de la pensión en la que estaba hospedado junto con el beato Pablo María de San José: “Si alguno nos saca para fusilarnos, os pedimos que a nadie guardéis odio o rencor por el mal que piensan hacernos. El Señor lo permite así para nuestra santificación”. Es también el caso del beato José Gómez Matarín, párroco de Íllar (Almería), quien, justo antes de ser asesinado, se giró hacia sus verdugos y les dijo: “No sabéis lo que hacéis, permitid que os bendiga”. O el caso del beato Enrique López Ruiz, joven párroco de Nacimiento, también en Almería, que a sus 35 años dijo semejantes palabras a quienes le iban a dar muerte. El párroco de Sorbas (Almería), beato Fernando González Ros, tras recibir varios tiros de sus verdugos, dijo a éstos: “Que Dios me perdone como yo os perdono”. Y el beato Antonio Martínez López, párroco de Serón (Almería), con 45 años, quiso igualmente bendecir a sus verdugos, cuya respuesta fue golpearle el brazo hasta fracturárselo. Valgan estos ejemplos, entre otros más que cabría añadir.
¿Por qué esta capacidad de perdonar y de amar al verdugo en medio de tanto odio como entonces se derramaba sobre la geografía española y ellos mismos lo recibían siendo inocentes? Porque los mártires miran a la eternidad, anhelan el Cielo, viven del amor de Dios que les consume en su interior y les lleva a querer imitar a Cristo hasta sus últimas consecuencias, es decir, la asunción de la muerte con sentido redentor en beneficio de todos los hombres. Así, el siervo de Dios Agustín Navarro Iniesta, de 34 años y coadjutor de Carabanchel Bajo (Madrid), cuando lo apresaron en su casa familiar, se despidió de su madre con un expresivo: “¡Hasta el Cielo!” Una despedida que es muy frecuente en las cartas de mártires de nuestra contienda de 1936-1939. El jovencísimo beato laico Rafael Lluch, de 19 años, detenido por ser miembro de la Asociación de la Medalla Milagrosa y porque portaba una estampa de la Virgen de los Desamparados en el bolsillo, se despidió así de su madre: “No llores, Mamá; quiero que estés contenta, porque tu hijo es muy feliz. Voy a dar la vida por nuestro Dios. En el Cielo te espero”.
Los mártires llevaban a Cristo en sus corazones y en sus almas y por Él morían. Por eso caían tantos de ellos con un último “¡Viva Cristo Rey!” en sus labios, lo mismo que los mártires cristeros mexicanos unos años antes, en un caso y en otro haciendo así suya la doctrina sobre la realeza de Jesucristo que el papa Pío XI había expuesto en la encíclica Quas primas en 1925, por la que instituyó la fiesta de Cristo Rey. Con este “¡Viva Cristo Rey!” murieron, por ejemplo, los beatos Florencio López Egea, párroco de Turre (Almería), que lo repetía mientras le clavaban pinchos de zábila (planta del áloe vera) en los ojos y le exigían que blasfemase; el muy joven José Tapia Díaz, de 23 años; el más joven de todos los beatos sepultados en el Valle, ya citado, Rafael Lluch, con sus 19 años; y también Juan José Egea Rodríguez, coadjutor de Zurgena (Almería), y los dos religiosos pasionistas antes referidos.
Hay testimonios martiriales preciosos, de entre los cuales cabe destacar algunos como el de las veintitrés adoratrices, de las que hay siete sepultadas en la Basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos. Poco antes de morir, todas se arrodillaron para recibir la comunión que llevaban guardada en la cajita de un reloj, y el mismo chófer que conducía el camión le expresó a su esposa la admiración que había sentido por ellas: “Las he visto morir a todas, y la mayoría eran jóvenes, con la sonrisa en los labios y bendiciendo a Dios. ¡Qué mujeres! ¡Eran Adoratrices!”
Los mártires morían, ciertamente, por Cristo, fieles a su vocación y entregándose a ella hasta el final. En muchos de los mártires sacerdotes se descubre el amor al sacerdocio y a su ministerio, como en el caso del citado beato Juan José Egea, quien iba los domingos de Zurgena a Palacés (Almería) en una borrica para celebrar Misa y, al decir de su sobrina, “aunque cayeran chuzos de punta no dejaba de ir”. Cuando quisieron prohibirle que ejerciera el ministerio, contestó: “Si alguien viene a bautizar a su hijo o vienen a casarse porque quieren, mi obligación es atenderles, porque soy sacerdote”. También es significativo el ejemplo del joven párroco de Nacimiento, el beato Enrique López Ruiz, igualmente citado antes, a quien un antiguo monaguillo presentó como “un verdadero apóstol de Jesucristo”, hasta el punto de que, al querer los milicianos impedir que celebrase Misa para el pueblo, se negó a abandonar la parroquia y contestó: “¿Quién iba entonces a decir Misa a esta gente?” O el caso de otro mártir del clero almeriense, el párroco de Turre, beato Florencio López Egea, que se negó a huir a Argentina cuando arreció la persecución religiosa, porque “Yo nunca abandonaré a mi rebaño”.
Sentido sacrificial de su muerte, por tanto, con el modelo de Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote que se entrega por sus ovejas. Y un sentido sacrificial de inmolación por España se descubre asimismo en muchos mártires, conscientes de la hora crucial que vivía su Patria. Por traer algunos ejemplos nada más, valga el de la beata Josefa María, religiosa salesa ferrolana del Primer Monasterio de la Visitación de Madrid, quien rechazó el ofrecimiento de su familia para refugiarse en casa: “Si por derramar nuestra sangre se ha de salvar España, pedimos al Señor que sea cuanto antes”. Y el beato Florencio López, al ser llevado por sus captores, iba cantando una de las canciones que él había compuesto en honor de la Virgen María y que decía: “Salva presurosa al pueblo español”.
Paz, alegría y esperanza eran actitudes comunes en los mártires. Nacían de un profundo amor a Dios y de un deseo de imitar a Cristo hasta el Calvario. Miraban hacia el Cielo, aspiraban a la dicha eterna, premio inmediato del mártir que derrama su sangre por Cristo Rey. Ofrecían sus vidas por sus familias, por sus feligreses, por sus órdenes o congregaciones religiosas y por España. Y perdonaban y amaban a los verdugos. Y esto, en medio muchas veces de las más crueles atrocidades, del odio más sacrílego y blasfemo, del horror más salvaje. Hemos referido el caso del beato Florencio López, a quien le clavaban pinchos de zábila en los ojos y le reclamaban blasfemar, a lo cual él sólo respondía con un repetido “¡Viva Cristo Rey!” Los ejemplos de ensañamiento son atroces y abundantes, y por eso contrasta aún más la serenidad profunda de los mártires y su capacidad de perdonar. El beato Domingo Campoy, joven coadjutor de la parroquia de San Sebastián de Almería, a sus 33 años, sufrió una tortura brutal en el barco Astoy Mendi (los barcos-prisión eran lugares de especial crueldad), hasta el punto que el médico del barco quiso llevarlo al hospital, a lo cual se negó uno de los captores; luego, al ser asesinado, el verdugo se jactaría de haberle hecho saltar la cabeza porque había descargado todos los disparos sobre ella. Otro ejemplo de ensañamiento es el del beato Manuel Navarro, coadjutor de San Pedro de Almería, a quien antes de matar torturaron en las orejas y en la nariz. O también, y no queremos alargar más la lista, el caso del beato José Cano, joven sacerdote de 32 años, párroco de Tahal (Almería), que padeció torturas durante más de diez días y al que se trató de embriagar bebiendo anís en un cáliz robado para que confesase crímenes inventados y al que finalmente ahorcaron en el camión antes de llegar a ser fusilado.
¡Cómo contrasta, sin duda, la manera de matar de los verdugos y la manera de morir de los mártires! Los mártires no son unas víctimas más (teniendo indudablemente todas su dignidad), sino unas víctimas especiales: son verdaderos mártires, es decir, testigos de la fe cuya muerte se asemeja a la de Cristo, su modelo y maestro. Han muerto por la fe, llenos de esperanza en la vida eterna, amando y perdonando.
Muchos de los mártires sepultados en el Valle de los Caídos habían tomado honda conciencia de los problemas sociales en España y de la necesidad de resolver por cauces adecuados la cuestión social existente, la pobreza y la miseria, las injusticias y el odio del que todo eso era caldo de cultivo. La figura más sobresaliente en este terreno, entre todos los beatos enterrados en la Basílica de la Santa Cruz, es sin duda José Gafo Muñiz, fraile dominico asturiano y prior del convento de Santo Domingo el Real de Madrid cuando fue apresado en 1936. Siguiendo en gran medida la línea del P. Gerard en España y de otros dominicos belgas y franceses, promovió la creación de sindicatos y la sindicación obrera con una perspectiva muy innovadora en muchos aspectos, que le trajo a veces las resistencias y las incomprensiones de sectores conservadores e incluso de otros promotores católico-sociales del sindicalismo, aunque no deja de ser cierto que en ocasiones era porque pecaba de ingenuo por bondad. Se acercó en primera persona y de primera mano a los problemas de los obreros y contactó con los adversarios para tenderles la mano. Elaboró un pensamiento social-católico en muchos aspectos original, que fue evolucionando con el tiempo y que no llegó a completarse. Está sepultado actualmente en la capilla del Pilar en la Basílica.
Sin embargo, el P. Gafo no fue el único de los beatos mártires preocupados por los problemas sociales e implicados en la redención del proletariado y del campesinado que vivían en la pobreza y en la ignorancia. La congregación de las adoratrices, hijas de Santa María Micaela, de las que hay siete beatas mártires en nuestra Basílica, tenía y tiene por vocación especial la dedicación a las niñas y chicas jóvenes pobres y a la redención de aquellas que corrían o corren hoy mismo el riesgo de caer en las redes mafiosas de la prostitución. Los Hermanos de San Juan de Dios, de los cuales hay tres beatos en la Basílica, se volcaban en la atención sanitaria a los enfermos. Por otra parte, el beato Carmelo Coronel Jiménez, párroco de Santiago de Almería, fundó anteriormente en Tabernas el Patronato de Obreros (1910) y en Girgal la Casa Social y la Asociación Eucarística de Oración y Trabajo, instituciones todas ellas para atender a los obreros y a los enfermos. El beato Fernando González Ros, párroco de Sorbas (Almería), había dado origen en Arboleas al Centro Obrero de San José, una de cuyas obras sociales fue pagar a jóvenes los estudios superiores; personalmente, él vivía en total pobreza, con solo una sotana, pues lo daba todo para los demás: atendía a los enfermos y a los ancianos, daba clases particulares a los jóvenes que querían estudiar Bachillerato o Magisterio y no podían desplazarse hasta Almería, y en una epidemia en Sorbas buscó todos los recursos necesarios para afrontarla.
En un terreno más bien propio de la caridad de primera mano que de la acción social transformadora de estructuras económico-sociales, otros mártires destacaron por su generosidad en las limosnas, atendiendo a las necesidades más inmediatas de los pobres. Podemos destacar, por poner algunos ejemplos, a varios sacerdotes de la diócesis de Almería. Así, el beato Florencio López Egea era muy caritativo con los pobres, aun siendo muy escasos sus recursos. El beato Juan José Egea daba todo lo que tenía a los pobres cuando iban a pedir su ayuda: aceite, harina, patatas… y siempre se iban con el capazo lleno. El beato Manuel Navarro utilizaba su patrimonio para obras de caridad y llevaba a los gitanos pobres a su propia casa. El joven beato Domingo Campoy, otro ejemplo de caridad, fue víctima del desagradecimiento: habiendo sido antes capellán castrense con rango de teniente, ayudó mucho a un soldado que fue arrestado mientras cumplía el servicio militar, hablando con los superiores para que le levantasen el arresto; llegado julio de 1936, aquel soldado Cañadas, ahora convertido en sargento y verdugo en el barco-prisión Astoy Mendi, se ensañó con él y lo mató reventándole la cabeza a balazos, de lo cual luego se enorgullecía cruelmente.
Un último aspecto podemos resaltar entre los mártires sepultados en el Valle de los Caídos: la presencia de algunos intelectuales de relieve. Ya nos hemos referido al P. José Gafo, sobresaliente por sus estudios de temática social (además de la actividad desarrollada en ese ámbito). Pero cabe recordar además a otros como el beato alavés Fidel Fuidio, marianista, representado en el mosaico de la cúpula de la Basílica por Santiago Padrós en la figura de San Francisco Javier, a petición del segundo arquitecto, Diego Méndez (pues había sido alumno de quien, sin saberlo entonces, sus restos acabarían viniendo al Valle). Este beato, dedicado a la enseñanza, destacó por sus investigaciones históricas y arqueológicas del centro peninsular en las épocas prerromana y romana y entusiasmaba a los alumnos por sus explicaciones. También cabría recordar de un modo especial al beato Jacinto Martínez Ayuela, fraile agustino en el monasterio de Uclés (Cuenca), como autor de obras de piedad y de trabajos de Teología moral, siendo licenciado en Filosofía y Letras. Y en la dedicación a la enseñanza a la que nos hemos referido al citar al beato Fidel Fuidio, no debemos pasar por alto que tanto los beatos marianistas como los Hermanos de las Escuelas Cristianas (de La Salle) tenían en el campo de la educación su labor social y cultural principal, trabajando varios de los segundos en la editorial y librería Bruño, propia de su congregación.
Confiamos en que esta breve presentación y el futuro libro del P. Joaquín Montull sirvan a muchos para conocer mejor a los mártires sepultados en el Valle de los Caídos, así como la propia realidad teológica de este santo lugar. Confiamos en que pueda ser asimismo la puerta introductoria para penetrar más en el conocimiento de los mártires españoles de 1934 y 1936-1939 y, de la mano de ellos, para ahondar en la preciosa realidad del martirio en toda la Historia de la Iglesia, que permite descubrir su carácter trascendente y sobrenatural, por ser el Espíritu Santo quien alienta con su soplo de vida a los mártires para la imitación de Jesucristo hasta la cruz, en oblación reparadora y sacrificio redentor ofrecido al Padre por todos los hombres.
Por otra parte, deseamos que sea conocida la riqueza espiritual y todo el sello teológico que el Valle de los Caídos lleva impreso en su alma como auténtico lugar de paz y de reconciliación. Una idea que no sólo fue espiritual para la oración por las almas de los caídos y la intercesión por la paz de España con la presencia de una comunidad religiosa, sino que también quiso proyectarse con una dimensión temporal a través del Centro de Estudios Sociales: su propósito no era otro que, desde los principios de la doctrina social de la Iglesia pero con una amplia perspectiva de miras y una sorprendente apertura intelectual, poner remedio a los problemas económicos, sociales y laborales que en gran medida habían generado las tensiones que habían conducido al terrible conflicto de 1936-1939. El fin último del Valle, por tanto, no era perpetuar la guerra, sino darla definitivamente por terminada.
Que todos los caídos aquí enterrados y muy especialmente los beatos y siervos de Dios, ejemplos de amor y perdón, nos ayuden a todos los españoles a alcanzar la reconciliación a la sombra de la Cruz redentora.
Para descargársela:
https://www.cardenaldonmarcelo.es/blog/texto_conferencia_p_cantera.pdf
Era la primera vez que hacíamos las Jornadas on line. La conferencia del padre Santiago Cantera, OSB, pierde los primeros párrafos y pueden ir directamente al minuto 18:40