Lunes, 23 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

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Belleza, hermosura, pulcritud…

por Alfonso G. Nuño

 

[Os copio un fragmento de la introducción que estoy escribiendo para un libro. Habrá que darle algunas vueltas más y pulirlo, pero como anticipo aquí lo tenéis]

[…] Al final de su diálogo Fedro, Platón, tras el mito de Theuth y Thamus, pone en boca de Sócrates estas palabras:

 

Es impresionante, Fedro, lo que pasa con la escritura, y por lo que tanto se parece a la pintura. En efecto, sus vástagos están ante nosotros como si tuvieran vida; pero, si se les pregunta algo, responden con el más altivo de los silencios. Lo mismo pasa con las palabras. Podrías llegar a creer como si lo que dicen fueran pensándolo; pero si alguien pregunta, queriendo aprender de lo que dicen, apuntan siempre y únicamente a una y la misma cosa. Pero, eso sí, con que una vez algo haya sido puesto por escrito, las palabras ruedan por doquier, igual entre los entendidos que como entre aquellos a los que no les importa en absoluto, sin saber distinguir a quiénes conviene hablar y a quiénes no. Y si son maltratadas o vituperadas injustamente, necesitan siempre la ayuda del padre, ya que ellas solas no son capaces de defenderse ni de ayudarse a sí mismas.

 

La palabra escrita, una vez depositada en el papel, no tiene la vida que da la inmediatez de la autoría, del estar a la par siendo creada y recibida por alguien. Es una palabra que se pronunció en un determinado momento que ya queda lejano; aunque se nos conserven en el papel, sin embargo, la distancia que hay entre la lectura y el momento en que nacieron esas palabras es insalvable. Unamuno se da cuenta de ello, una vez escritas, las palabras se distancian del padre, se independizan. Por eso, se apropia de El Quijote y escribe su Vida de Don Quijote y Sancho. Podría haber obrado como un cervantista intentando hallar qué quiso decir, a comienzos del s. XVII, Miguel de Cervantes –tarea necesaria y siempre inconclusa–, pero prefiere insuflarle su aliento de vida y gesta a una un Quijote y su comentario.

3. Con todo, ni los diálogos platónicos ni la historia del sin par caballero ni el comentario que de él hizo el rector de Salamanca están muertos del todo. No tienen vida por sí mismos, pero tienen la peculiaridad de cualquier obra de arte, pueden revivir ante el espectador, si bien con vida distinta, diferente.

¿Las realidades materiales son bellas o solamente hermosas? ¿Los ángeles son hermosos o solamente bellos? El hombre necesita de la hermosura para que, en la verdad, la bondad lo atraiga con la belleza. Y es que, aunque el alma no se agota en ser del cuerpo, de ése que es del alma, sin embargo, todo conocimiento es sentiente, también el de fe; podrá Dios tocar directísimamente ese más del alma, el nous, el espíritu, pero, por puramente intelectual que sea, nunca será a-sentiente, será a lo más in-sentiente, sentirá que no siente: «Acaece, estando el alma descuidada de que se le ha de hacer esta merced ni haber jamás pensado merecerla, que siente cabe sí a Jesucristo nuestro Señor, aunque no le ve, ni con los ojos del cuerpo ni del alma» (Sta. Teresa de J.). Necesitamos de la hermosura, formosura, de la carne de la forma, en que cobre presencia de perceptibilidad la belleza afectante en atracción.

En el hacerse presente sentientemente en la intelección, las cosas nos dan su verdad, verdadean, y, al hacerse presentes, al cobrar actualidad de verdad, la bondad de las cosas nos atrae con su belleza. El poder de la realidad ahí se muestra como atracción; en la verdad se impone y en la bondad es poder de plenitud, plenificante. Lo sentiente de la actualidad, en cuanto vehicula esa atracción, es hermoso. ¿Pero no necesitan las cosas de mí, de nosotros, para ser bellas?

Las cosas imponen su realidad, pero nos la imponen a cada uno y, por ello, su realidad, en cuanto sentientemente inteligida, queda inevitablemente inscrita en un telos, en un fin, en el que cada uno se haya dado. Sí, en ese y ciertamente también en el que Dios quiere para cada hombre, para el que lo ha creado. Por acallado que se tenga, por negado que esté por otro fin, ahí está como sed de divinidad que tinta todo otro fin, aunque sea oscuramente intraconsciente. Y ese telos preferido, por sediento que esté, determina la atracción de la belleza, porque da relieve valorativo a todo. El avaro siente con fuerza la atracción del oro en una determinada dirección; el goloso, la del dulzor en otra bien concreta. Cosas horribles a unos, les resultan a otros bellas.

¿Acaso es que no son de suyo bellas, no tienen por sí mismas belleza? La gran belleza de cada cosa está en su más plena bondad para cada uno. Las cosas han sido creadas con servicial disponibilidad para que el hombre las use para el único fin para el que ha sido creado. La bondad es la condición que tienen para ser usadas en servicio y alabanza divinos; su pulcritud, esa abertura a ser así usadas. Pulcras, limpias, puras para el servicio divino. Cuando el corazón del hombre está puramente ordenado al amor de Dios, entonces en la verdad se hermosea la atracción de la belleza de la bondad de las cosas, nos lanza hacia su pulcritud, a su apertura para que les demos nombre de instrumento litúrgico.

Pero las cosas no están creadas simplemente para que las usemos en orden al único fin auténtico. Antes que eso, son material creado para el arte divino. A diferencia de los demás artistas que parten de materia dada, Dios es creador y poeta: «Dijo Dios: “Exista la luz”. Y la luz existió. […] Llamó Dios a la luz “día”» (Gén 1,3.5). En cambio los hombres solamente ponemos nombre a las realidades creadas (cf. Gén 2,20); no somos creadores, solamente poetas.

Como mero material, en su sola condición creatural, las realidades son ya obra artística de Dios, con la singularidad de ser obra primaria, puramente re-obrable, pero no reobrada, sino pura creación, no poema, no fruto de poíesis. Una obra que está abierta a que su hacedor reobre sobre ella; como realidades están, las creaturas están abiertas a ser empleadas en la economía mistérica de Dios.

Como meras realidades creaturales son palabras de su Creador que se nos dice modestamente, en un decirse que puede ser escuchado por la inteligencia; creaturas para ser contempladas por el hombre. Y, en cuanto obras de arte divinas, son graciosas, tienen una abertura de claro y gozoso brillo, tienen donaire: ser dócil instrumento en las manos de Dios. Este estar abiertas a un reobrar divino es un modo de belleza sobrecogedor, enigmático, estremecedor. En cuanto esa abertura nos lanza al artista divino, están orladas de gloria: «Lo invisible de Dios, su eterno poder y su divinidad, son perceptibles para la inteligencia a partir de la creación del mundo a través de sus obras» (Rom 1,20). De ahí que el conocimiento de Dios con el mero entendimiento humano haya de partir de una contemplación desnuda de las cosas, libre de todo afecto desordenado; he ahí la radical dificultad para llegar a conocer así lo que de este modo pueda de Él conocerse. Pero en cuanto en esa abertura Dios se nos da en ausencia, esa gloria es temible; atrae hacia ese más divino ausente a la mera inteligencia –nunca desnuda de apetito de divinidad por acallado que se tenga–, manifiesta la incapacidad del hombre para el misterio divino y estremece: fascinante y tremenda. Experiencia que no tuvo Adán en el Paraíso antes del pecado, cuando vivía en justcia y santidad, cuando aún la flamígera espada no vedaba la entrada en Edén (cf. Gén 3,24).

Mas Dios se sirve también de las cosas para un conocimiento mayor de Él, para el conocimiento de la fe y no de la sola inteligencia. Entonces las cosas ya no están en el orden de la mera realidad, sino que están en la economía de los misterios. Entonces son mistérica obra de arte. Y sea cual fuere el arte divino siempre tiene espectador, pues todo en Dios no se da al margen del diálogo amoroso de las divinas personas. Pero ese arte de realidad o mistérico lo es para el hombre, que no solamente es espectador también es obra de arte creatural, imagen de la imagen, en la que Dios se dice, y material para el arte divino.

4. Las personas por ser libres, a diferencia de las cosas materiales, nos damos y damos. Nos ofrecemos o retraemos nuestra bondad, nuestra condición para ser obra de arte divina o instrumento litúrgico queda modulada por el ejercicio de nuestra voluntad, por nuestra obediencia o rebeldía. La historia de la salvación es como una gran ópera sacra, sonoro auto sacramental.

Cada uno de los instrumentos tiene su belleza; el oboe nos da dulzura de madera, la trompeta determinación metálica,… Metal, madera,… realidades de las que el hombre ha hecho instrumentos en sus manos, les ha dado una forma, un nombre, una norma. Pero el hombre puede ser intérprete e instrumento a la par: soprano, bajo, tenor, contralto, coro,… Mas sin duda el instrumento musical más hermoso, el que más belleza comunica, es el conjunto de orquesta, coro y cantantes solistas. El director conjunta voluntades instrumentales haciendo de todos un instrumento-músico sin que cada uno deje de ser el suyo propio. El Autor por medio de su Hijo dirige la obra que suena en el soplo del Espíritu.

Hay obras de arte que están hechas con materia muerta, no así las artes escénicas: teatro, danza, música,… En ellas, el autor necesita de voluntades que hagan presente al espectador la obra de arte. En el caso de un cuadro, el contemplante, como ocurre con todo espectador, es intérprete, pero lo es sin ese intérprete que es voluntaria materia artística. Es el caso de la palabra escrita, queda distante de su autor y el lector le tiene que dar vida. […]

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