Celebraciones en Jerusalén (II): Viernes Santo
Crónica del Viernes Santo en Jerusalén y tres vídeos: celebración de la Pasión del Señor en el Santo Sepulcro. Vía Crucis con la Custodia franciscana. Ceremonia del Santo Entierro: funeral por Cristo.
Viernes Santo - Jerusalén, 22 de abril de 2011
El Viernes Santo, la Basílica del Santo Sepulcro se convierte más que nunca en el corazón de la Jerusalén cristiana. Desde el amanecer, muchos grupos de fieles se reúnen en el patio esperando entrar para participar en la Liturgia de la Pasión, en el altar del Gólgota... Es decir: junto a la roca en la que "estuvo clavada la salvación del mundo", la cruz de Cristo.
Poco después de las seis de la mañana, en este Viernes Santo en Jerusalén, la plaza que se encuentra delante de la Basílica del Santo Sepulcro está ya llena. Es el pueblo de los cristianos que desea participar en la celebración de la Pasión de Cristo.
Las puertas se abren a las siete, cuando llegan los frailes de la Custodia que acompañan a este santo lugar al Patriarca de Jerusalén, S. B. Mons. Fwad Twal.
A la derecha, justo a la entrada de la Basílica, una escalera conduce al Calvario. Los espacios son estrechos y las posibilidades para acoger a los fieles –junto con el coro y los celebrantes– son bastante reducidas. El que consigue llegar al lugar de la Crucifixión de Cristo puede asistir de cerca a la celebración litúrgica. Los que no lo consiguen se consuelan con entrar en la Basílica, mientras que las puertas se cierran de nuevo.
Esta mañana, el Santo Sepulcro está reservado a la oración y a las celebraciones y, sólo después de algunas horas, las pesadas puertas se volverán a abrir para permitir la salida. El Triduo Pascual continúa en Jerusalén, en un espacio único que permite vivir la Pasión, muerte y Resurrección del Salvador en los mismos lugares en los que Él fue protagonista.
La Liturgia de la Palabra –primer momento de esta celebración que se completa con la Adoración de la Cruz y la Comunión– prevé el canto de la “Passio Domini” del evangelio de Juan, tras las lecturas análogas de los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas efectuadas el Domingo de Ramos, el Martes y el Miércoles Santo. El coro se une a los tres lectores para interpretar la parte que corresponde al pueblo, que pide la liberación de Barrabás y la crucifixión de Jesús.
“Consummatum est!”. “Todo se ha cumplido”. En el momento de la muerte de Cristo, el Calvario se queda en silencio. El lector se dirige, entre los fieles, hacia el altar central de los griegos para besar el punto exacto en el que la cruz que portaba al Hijo de Dios dejó su surco en la roca del Gólgota. Es un momento tenso, de recogimiento, solemne. Aquí ocurrió todo. Aquí, el Cordero de Dios se ofreció a sí mismo en sacrificio.
Ni el frío, ni la lluvia ni el granizo han desanimado a (todos) los peregrinos de Jerusalén para vivir el momento del camino de la cruz en la Vía Dolorosa. Hay que decir que han sido muchos e intensos los claros de sol que les han animado; su fe les ha llevado hasta el Santo Sepulcro.
Tras haber celebrado el Oficio de la Pasión esta mañana en el Calvario, los franciscanos han atravesado la Ciudad Vieja para acercarse desde el convento de San Salvador hasta la Primera Estación a partir de la cual el Custodio de Tierra Santa y su vicario han presidido el Vía Crucis.
En este día, como en todos los viernes del año en que se realiza el mismo ritual, los franciscanos son los únicos que no portan cruces, aunque sólo en este día se permite la entrada de grandes cruces en el interior de la Basílica. La parroquia latina no se privará tampoco de entrar con su gran cruz hasta justo delante de la Tumba vacía, como queriendo dar a entender que la muerte ha sido vencida.
Dentro del edificio los fieles se empujan, gritan. Todo el mundo quiere estar ahí en estos días santos. La Basílica de la Resurrección está asediada por los creyentes. Hay un rumor continuo que no se sabe ya si es oración o vocerío. Los fieles van y vienen, se encaminan irresistiblemente hacia la alegría de la Pascua.
Los franciscanos regresan a su convento. Volverán por la tarde al Santo Sepulcro y, más tarde, por la noche para el Oficio de los Funerales de Cristo.
Son las 20 horas y en el Santo Sepulcro reina la excitación, entre la alegría y el recogimiento. Se van a celebrar los funerales de Cristo en una Basílica de la Resurrección llena hasta los topes. Se conmemora el sacrificio a través del cual Cristo tuvo que pasar para salvarnos. No hay tristeza aunque sí mucha emoción. “A través de sus heridas nos hemos salvado”, recuerda el mosaico que se encuentra en el Calvario.
Los evangelios, leídos sucesivamente durante la procesión que lleva a franciscanos y celebrantes desde el altar de María Magdalena hasta la Tumba, pasando por el deambulatorio y parando en el Calvario, evocan la historia desde la cena hasta el juicio, del ultraje de los soldados a la crucifixión hasta la muerte.
Es entonces cuando, en el silencio del Calvario donde se reúne la multitud de fieles, resuenan los golpes de martillo. Es necesario descolgar de la cruz el cuerpo del Señor, perfumarlo y depositarlo en la tumba que, vacía, lo acoge como ocurrió el Viernes Santo. Las puertas se cierran.
El ambiente invita a recordar aquellas horas de prueba que Cristo soportó para entrar en el silencio de este gran shabbat y de este sábado santo.
La alegría explotará más tarde, ya se vislumbra, pero el ambiente fúnebre del Santo Sepulcro nos traslada a las horas de luto, donde ya se intuye el rayo de la esperanza.
Texto de Serena Picariello y Marie Armelle Beaulieu
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