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Celebraciones en Jerusalén (I): Jueves Santo

por Cristina Ansorena

Crónica del Jueves Santo en Jerusalén y dos vídeos: por la mañana, misa con el Patriarca y lavatorio de los pies en el Santo Sepulcro. Por la tarde, peregrinación al Cenáculo: el Custodio lava los pies a los niños de la parroquia. Por la noche, Hora Santa en Getsemaní, en la Basílica de la Agonía, y Procesión a San Pedro en Gallicanto.


Jueves Santo - Jerusalén, 21 de abril de 2011




El olor a incienso llena la Basílica del Santo Sepulcro. Alrededor de la Tumba vacía de Cristo la procesión con el Santísimo Sacramento se mueve lentamente, al ritmo que marcan los kawas de honor con sus bastones. Una procesión de pequeñas luces de velas que pasa tres veces y, en su último giro, llega hasta la Piedra de la Unción y al Calvario mientras resuena el canto gregoriano. Es el momento más sugestivo de esta mañana de Jueves Santo, la conclusión de la misa con la cual la Iglesia de Jerusalén ha dado inicio al Sacro Triduo Pascual.
La “Missa in Coena Domini” –presidida por el Patriarca latino, S. B. Mons. Fwad Twal– recuerda hoy la última cena de Jesús antes de ser capturado. Se hace memoria del momento en el que, ofreciendo al Padre su cuerpo y su sangre –el pan y el vino– el Hijo de Dios instituyó la Eucaristía y el sacerdocio, al pedir a los apóstoles que perpetuaran esta ofrenda.
En la Iglesia de la Anástasis, frente al edículo que rodea la piedra que acogió el cuerpo muerto de Cristo y luego lo vio resucitado, la celebración adquiere un brillo particular, resplandece la unidad del Misterio pascual.
“Entrados ya en el Triduo Pascual, con esta celebración nos acercamos al corazón, al culmen de nuestra fe, al sentido de la muerte y de la resurrección de nuestro Señor”.
Mons. Twal, en su homilía, recuerda que con la Eucaristía “Cristo se hace cercano. Igual que nosotros, Él ama la amistad; como nosotros, Él conoce el dolor y la angustia. El amor manifestado en esta cena es lo que nos nutre todavía hoy cuando nos acercamos a la mesa eucarística. Lo que Él nos dio de una vez para siempre, quiso también darlo y entregarlo constantemente. No se trata de un modelo a imitar como un simple memorial sino de la asimilación de su vida”.
Un gesto de amor, como el lavatorio de los pies de los apóstoles, repetido por el Patriarca antes de la bendición de los óleos sagrados –de los enfermos y de los catecúmenos– y de la consagración del Crisma.
“Jesús realiza un gesto que sólo hacían los esclavos, se hace pequeño y vulnerable. Un gesto difícil de aceptar, pero Pedro y todos los discípulos tras él podrán comprender el misterio del Hijo de Dios sólo con la condición de aceptar y acoger este acto de amor y de humildad.
Debemos dejarnos lavar, dejarnos perdonar por Él, ser objeto de la misericordia divina. Los dos gestos de esta celebración adquieren, unidos, todo su sentido: la Eucaristía, verdadero pan de vida, es la fuente de todos nuestros actos de amor hacia nuestros hermanos, e incluso hacia nuestros enemigos”.


Tras la misa solemne de la mañana, las puertas del Santo Sepulcro se han cerrado
. La Tumba vacía ya no lo es más, se ha convertido en sagrario del Santísimo Sacramento.
Algunos fieles han querido permanecer, encerrados voluntariamente, en una basílica de la Resurrección silenciosa para disfrutar, en estos primeros momentos, de la alegría de la Pascua.
La apertura de las puertas a mediodía es un tanto particular.
En primer lugar porque la llave de la basílica le ha sido entregada, durante una media hora, al vicario custodial, fray Artemio Vítores, por sus custodios habituales, las familias musulmanas Nusseibeh y Joudeh. Juntos la llevan en procesión desde el convento de San Salvador hasta el Santo Sepulcro.
En segundo lugar porque está la policía, que debe contener a la multitud de peregrinos que querrían entrar. Pero las puertas se abrirán sólo durante unos pocos minutos para después volver a cerrarse nuevamente hasta la noche. Los gritos, los llantos no cambian nada. Se les permite entrar a los franciscanos, que escoltan a los seminaristas del Patriarcado latino, a algunos canónigos del Santo Sepulcro y a Mons. William Shomali, en representación del Patriarca. Sólo una veintena de fieles ha conseguido unirse a ellos para participar en los oficios de la tarde: la adoración al Santísimo Sacramento, el Oficio de Tinieblas y las Vísperas. ¡Ha faltado poco para que fray Armando, que dirige el coro franciscano, no consiguiera entrar!
El Santo Sepulcro está en calma durante los momentos de silencio de la liturgia… tanto que en la capilla de los coptos se siente el movimiento regular de un péndulo.
La mayoría de los participantes han encontrado un sitio ante la Tumba de tal forma que la pequeña construcción, vacía, aparece en toda su belleza arquitectónica. También porque, gracias a la generosidad de unos benefactores eslavos, las piedras han sido pulidas como nunca lo habían estado. Las claraboyas del edículo, e incluso el deambulatorio, tienen otro aspecto, más luminoso.
A las 18 horas, cuando se abren las puertas, la mayor parte de los peregrinos que esperaban fuera se han ido. Algunos de los que aún quieren entrar quedarán desilusionados.
Es todavía momento de recogimiento y de silencio.


El lugar en el que la tradición sitúa la institución de la Eucaristía se encuentra al sureste de Jerusalén
. Los frailes de la Custodia de Tierra Santa se dirigen hacia él en procesión pasando por la Puerta de Sión, atravesando las calles de la ciudad en esta tarde llena de gente, entre las miradas de los peregrinos que se unen a la procesión y la curiosidad de los turistas que se limitan a observar.
A lo largo del recorrido se mezclan con numerosas familias judías que pasean, en esta tarde también festiva para ellos –son los días de la Pascua judía– y se dirigen hacia el edificio en el que los cristianos hacen memoria de la Última Cena de Jesús y que ellos también veneran pues allí localizan la Tumba de David.
Este lugar es importante para los franciscanos pues aquí se establecieron por primera vez, a mediados del siglo XIV, siendo después expulsados por los musulmanes, en 1551. Los distintos conflictos entre palestinos e israelíes del siglo pasado entregaron finalmente el edificio del Cenáculo a los judíos de tal forma que, aunque se permite la entrada a los peregrinos, los oficios religiosos de los cristianos están limitados a unas pocas ocasiones especiales. El Jueves Santo es una de ellas, así que a la peregrinatio del padre Custodio y de los frailes se le añade un significado intenso y especial.
La sala en donde la tradición sitúa la Última Cena está en la planta superior y la fila de fieles sube lentamente mientras que los cristianos de todas partes del mundo se apretujan, unos con otros, dejando espacio al frente a fray Pierbattista Pizzaballa, el Custodio, y a doce niños de la parroquia de Jerusalén que serán los protagonistas del rito del lavatorio de los pies.
De hecho, aquí –poco tiempo antes de ser capturado, arrestado y condenado a muerte– Jesús lavó los pies de sus apóstoles. “Si yo, el Señor y Maestro, os he lavado a vosotros los pies –nos dice el evangelio de san Juan, que los fieles escuchan en silencio dentro y fuera del Cenáculo–, también vosotros debéis lavaros los pies los unos a los otros”.
Después, se recuerda la institución de la Eucaristía y el Mandamiento nuevo de Jesús : “Como yo os he amado, amaos los unos a los otros”. Los textos de los evangelios de Marcos y Juan se proclaman en inglés y en árabe. “Cada uno en su lengua, y en voz alta”, así pide el padre Custodio que se rece finalmente el padrenuestro, antes de que la procesión salga de nuevo del Cenáculo hacia la iglesia de Santiago el Mayor y la Capilla de los Arcángeles, de los armenios. “Este lugar es, según se cree, la casa de Anás y Caifás –explica el vicario custodial, fray Artemio Vítores–. Pero es también el lugar en el que los franciscanos fueron acogidos por los armenios después de haber sido expulsados del Cenáculo. Rezamos también por ellos”.
La última etapa, antes de volver a San Salvador, es la Capilla de San Marcos, de los siríacos.



La jornada del Jueves Santo en Jerusalén es larga y llena de citas. Cuando cae la tarde, el lugar elegido por los cristianos latinos como meta es en el que Jesús pasó las horas previas a su captura, donde recibió de Judas el beso de la traición, donde fue capturado y, después, conducido hacia su condena a muerte. En Getsemaní esta tarde se vela la Hora Santa, se reza con el Hijo de Dios en multitud de lenguas: latín, español, italiano, árabe, inglés, alemán, francés, polaco, portugués y hebreo.
Se conmemora, con el evangelio, el canto y los salmos, el momento en el que Jesús anuncia a un Pedro incrédulo que le negará tres veces, la oración al Padre –“Si quieres, aleja de mí este cáliz. Pero no se haga mi voluntad sino la tuya”–  y el arresto.
De pie, de rodillas, sentados. La gran Basílica de la Agonía, con los frescos del techo llenos de estrellas, está llena de fieles. Muchos de ellos, por falta de espacio, se han quedado fuera mientras la tarde se va haciendo, poco a poco, más fría y, desde el cielo, comienza a caer la lluvia.
El Custodio de Tierra Santa, fray Pierbattista Pizzaballa, se inclina –como hiciera poco tiempo antes en el Cenáculo para lavar y besar los pies de los niños– para besar la piedra de Getsemaní, recubierta de pétalos rojos. Aquí, dice la tradición cristiana, el Salvador derramó gotas de sangre, por la noche, entre los olivos que aún hoy, milenarios, acogen a los peregrinos invitándoles al silencio y a la oración.

La Basílica de Getsemaní no ha podido dar cobijo a la gran multitud de fieles que ha venido para celebrar la Hora Santa, por eso muchos de ellos han seguido la celebración en el exterior, gracias a la megafonía. Algunos rezaban, otros discutían y la alegría de los jóvenes de la parroquia era evidente. Hacia las 22:30 h., la procesión empezó a ponerse en marcha. La lluvia, caída de forma discontinua durante la vigilia, desanimó a algunas personas, pero ha sido una hermosa procesión que ha atravesado el Valle del Cedrón. Mientras algunos no habían salido aún de Getsemaní, los primeros ya habían llegado a los muros de la Ciudad Vieja.
La marcha estuvo acompañada por cantos y oraciones en árabe. La circulación se detuvo para permitir el paso de la procesión, de tal forma que muchos judíos que salían de la oración en el Kotel (Muro de las Lamentaciones) vieron pasar, no sin estupor, esta procesión de fieles árabes en oración.
Una vez llegados a San Pedro en Gallicanto continuó la oración, se leyó después el Evangelio y se hizo silencio. Los fieles se fueron dispersando poco a poco. Algunos siguieron en silencio.
La lluvia cae de nuevo. El gallo aún dormía.

Texto de Serena Picariello y Marie Armelle Beaulieu


 

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