Domingo, 22 de diciembre de 2024

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3 santos para un milenio

por César Uribarri

 

Las glorias de la Iglesia son sus santos, no sus sabios ni sus poderosos. Y las verdaderas glorias del mundo, aunque se desprecien, serán sus santos, que uniendo en sus vidas lo humano y lo divino, proyectan sobre la tierra, sobre sus países, sobre los lugares donde vivieron, rayos de gracias, bendiciones y protecciones que, aún desconocidas, iluminan y mantienen una fe que ya declina.
 
 
Y el santo, como una catequesis encarnada, al explicar las verdades eternas y las presentes con su vivir, no sólo toca el Cielo, si no que nos lo baja, nos lo alcanza. Y lo que parecía lejano, invisible, a veces irreal, se nos hace presente y tocable. Así son los santos y así son, especialmente, los santos universales, esos santos donde el pasar del tiempo les aumenta la gloria, la admiración y la cercanía. Y es que la sabiduría popular no anda muy lejos de cierta constatación: que el santo universal no lo es porque agrade a muchos, sino que agrada a muchos por cuanto es modelo especial que Dios ha querido para esos tiempos. La sensibilidad de muchos evidencia un motivo especial, una enseñanza a destacar, un porqué comprensible. Y así, de estos últimos tiempos, emergen con fuerza creciente tres santos de un modo especial: santa Teresita de Lisieux, santa Faustina Kowalska y el padre Pío. Y los tres, dentro de sus grandes diferencias vitales y culturales, son luz para los tiempos presentes.
 
 
Pero ¿por qué los hombres de estos tiempos encuentran consuelo, confianza, esperanza en el mensaje de estos tres santos? ¿Por qué se demanda su imagen, su vida, su enseñanza? ¿Por qué el pasar de los años hace más evidente su doctrina, más necesaria su enseñanza? Algo es constatable: estos tres santos que vivieron la pobreza más evidente, que ocultaron sus vidas a las glorias del mundo, que buscaron el sólo Dios en la obediencia más absoluta a una regla incomprensible para el mundo, son los cauces por los que, desde hace muchos años, fluye la gracia de lo alto, del modo más desconcertante, iluminando los sinsabores del hombre con las dulzuras del Cielo. Ninguna fama, ninguna gloria humana (sino la de su santidad, en el padre Pío), ninguna grandeza: sólo la totalidad para Dios de tres criaturas humildes. Curiosa contradicción con la de unos tiempos en que la dignidad humana se mide en el tener, en la fama, el éxito o el dinero.
 
 
Y así la noche oscura de Teresita, en su confiada infancia espiritual, contrasta con el engreimiento actual del hombre -dios de si mismo y constructor único de la ciudad terrena-. En ella, en Teresita, el hombre pequeño y miserable -ante un mundo que oprime la medianía, el fracaso, la debilidad- descubre que su debilidad es amada por Dios, y deseada, porque en esa debilidad Dios se recuesta y encuentra su acomodo.
 
 
Y la vida asombrosa del padre Pío que, unido a la cruz mística de Cristo -especialmente renovada en la Misa- hace visible que Dios tiene poder, que Dios actúa, que Dios no nos ha dejado abandonados en la tierra, sino que nos busca, permitiendo que un hombre unido al dolor de Cristo, renueve la esperanza de un mundo desesperanzado y alcance misericordia para el que no lo merece. Y que sin la santa Misa, nada se puede, nada se mantiene, ni siquiera el mundo mismo se sostendría.
 
 
Y la Divina Misericordia, dictada por nuestro Señor a santa Faustina, donde lo más terrible del pecado, lo más vacío del pecador, lo más insostenible de una vida sin Dios, puede encontrar, pase lo que pase, el Corazón amorosísimo de Cristo abierto como un piélago de confianza en el que descansar. Porque no se le pedirá nada a cambio, sólo abandonarse, confiarse, arrojarse roto en ese mar de Misericordia que sólo espera. Santa Faustina mostró como el hombre (ya cansado, o impotente, o incapaz, o malvado, u oprimido por una sociedad que paga a los hombres por la medida de su producción, de sus merecimientos -como si todo no fuera gracia, y como si el que ha recibido dones no los hubiera recibido inmerecidamente, para darlos a los otros-) equivoca su mirada cuando la dirige al mundo en busca de un consuelo que no da, y la aparta del Único que le llena y justifica.
 
 
Son santos universales, pero también necesarios. En estos tiempos en que Satanás criba con tanta facilidad a los cristianos –así lo ha reconocido recientemente el santo Padre Benedicto XVI, abofeteando elegantemente ese peligroso optimismo destructor- estos 3 grandes santos nos vuelven a recordar la urgencia de Dios. Urgencia olvidada y alentada por unos años en que despertábamos siempre con noticias de avances, mejoras, enriquecimiento, beneficios, donde lo peor no parecía tener cabida. Pero santa Faustina, como fiel secretaria de la divina Misericordia, no se acobardó de reflejar en su diario: A nuestro Señor llegaremos y si no queremos pasar por su Misericordia, pasaremos por su Justicia. Es esta la hora de la Misericordia para el mundo, pero si la sigue resistiendo, dura será la hora de la Justicia. Y si eso ocurre –que es lo que el día a día del odio a la fe parece confirmar- de nuevo estos tres grandes santos estarán como lumbrera llenando de confianza: pegados a la cruz de Cristo, confiemos en Él.





x       cesaruribarri@gmail.com

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