Viernes, 22 de noviembre de 2024

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Por Dios, Moscati, despierta a estos sinvergüenzas

por César Uribarri


“De niño miraba con interés el Hospital de los incurables, que mi padre me mostraba desde la terraza de mi casa, inspirándome sentimientos de piedad por el dolor sin nombre, escondido en aquellos muros. Y una saludable melancolía me penetraba y me hacía pensar en la caducidad de todas las cosas y soñaba… sin sospechar que algún día entre aquellos muros como un blanco fantasma, yo alcanzaría el título médico”. Eran los recuerdos de Giuseppe Moscati, el médico santo. El hombre que prefirió entregarse a los enfermos antes que a las glorias académicas. Moscati, libre de ambiciones terrenas, se dedicó por entero, en cuerpo y alma, a sus enfermos y a la educación de sus jóvenes colegas. Del Hospital al estudio de su casa o a casa de los más pobres, para atender gratuitamente a tantos enfermos. En el hospital, entre lecho y lecho de los sufrientes, una nutrida corte de jóvenes médicos le acompañaban observando, aprendiendo, mirando con avidez el secreto de su arte. Pero su arte iba más allá de la mera pericia.
 

“Piense que sus pobres enfermos, escribiría a un colega, tienen sobre todo alma, a la cual debe saber acercarse, pero para ello deberá acercarse a Dios. No olvide que le incumbe la obligación de amar el estudio porque sólo así podrá secundar el gran mandato de socorrer la infelicidad.” Socorrer a los infelices, darse a ellos. Tanto que a las noticias de su muerte el cortejo de los desdichados napolitanos que le lloraban se extendía como un reguero de pólvora. Habían perdido a su benefactor, al que les daba su tiempo y su arte médico gratuitamente, sin sospechar que les daba también su alma. No tenía más que 47 años cuando Dios le llamó a Sí, pero la sombra de su celo precedía su fama de santidad.
 

“Cuanta dulzura encuentro ante los pies de la Señora. Me parece que soy más pequeño y así le digo las cosas como las siento.” Y es que no era raro encontrarse al doctor Moscati arrodillado ante el Santísimo Sacramento de sus iglesias preferidas, la del “Jesús nuevo” o la de Santa Clara. Siempre de madrugada, antes de dirigirse al Hospital de sus desvelos, ahí estaba, a los pies de la dulce Madre. Y siempre la santa Misa diaria, de donde sacaba un amor firme al Señor de los desamparados que le movía a perder sus horas, su dinero, su salud, con los desamparados del Señor. Moscati había renunciado a las glorias del mundo, a la riqueza, al prestigio académico. Lo suyo era un servicio ardiente de caridad, de cariño a los más infelices, atados al dolor de la enfermedad. La caridad transforma el mundo. Y el optó por la caridad.
 

Y si pudo hacerlo fue porque encendido por el fuego de la piedad entendió que el mundo sólo se transforma desde la caridad, pero para eso es necesario no ambicionar glorias humanas, sino ambicionar el servicio a los demás. Entonces, cuando recientes noticias -como la de la multinacional Telefónica que a pesar de las millonarias ganancias, prepara un proceso de reducción de empleados del 20%- nos sobrecogen y avergüenzan, uno no puede por menos que comparar a Giuseppe Moscati con tantos ¿católicos? directivos de la tal multinacional o de otras multinacionales. ¿Dónde está su alma, dónde su conciencia? Moscati se entregó a los demás, a su servicio, no ambicionó glorias humanas; otros miserablemente se entregan al dinero, al negocio, a costa de las vidas de quien sea. Y al grito de que las empresas no son una ong, la conciencia cristiana queda felizmente dormida en el dulce colchón de las chequeras de tantos prohombres que se dicen católicos y que no se duelen ante el buen pago de una malvada acción. “No puedo hacer nada, el sistema es así. Debo velar por los míos.” Se dicen, para acallar conciencias. Pero San Guiseppe Moscati decidió anteponer la caridad al sistema.


Y si otros no reniegan del mundo, sino que se entregan a él, a sus glorias y ambiciones, el dottore santo renegando de las glorias del mundo, se entregó, por amor a Dios, a los demás. Pudo hacerlo, porque desde niño su alma fue encenciéndose en el amor a Dios y en el deseo de socorrer a los demás, gracias a la fina y delicada sabiduria de su padre, un verdadero cristiano. Entonces, una sombra de vergüenza aparece en el corazón de tantos padres que nos decimos católicos. Ambicionando las glorias del mundo preparamos el camino del triunfo a nuestros hijos, llenando sus inocentes agendas de herramientas para triunfar: idiomas, actividades deportivas, musicales. Y lo que no es malo de suyo, lo pervertimos por la intención: queremos que triunfen. Y olvidamos incendiar sus pequeñas almas de amor a Dios y a los demás. No en vano Moscati mirará con entrañable cariño a su infancia recordando como su padre inflamaba su interior de sentimientos de piedad para con los más miserables, allá, en lo alto de su terraza, ante la mirada de esos muros del hospital de los incurables que luego serían su aula universitaria y posteriormente su hospital.
 

San Giuseppe Moscati lo había entendido en cuerpo y alma, y así lo escribiría en 1922: “no es la ciencia, sino la caridad la que transforma el mundo”.
 

Que su intercesión despierte las conciencias dormidas y animalizadas de tantos catolicísimos sinvergüenzas.





x     cesaruribarri@gmail.com

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