Jueves, 26 de diciembre de 2024

Religión en Libertad

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Del referéndum-esperpento de ayer en Barcelona

por Luis Antequera

 
            Con más pena que gloria se ha celebrado ayer en Barcelona el enésimo referéndum por la independencia de Cataluña. Un referéndum cuya única novedad radica en el hecho de que esta vez se celebre en nada menos que Barcelona, la capital catalana, y en que en él haya votado, aunque no lo haya escenificado acudiendo a las urnas, el mismísimo presidente de la Generalitat, máximo representante en la región del estado español. Pero que, ni muchísimo menos, es el primero, ni, por desgracia, será el último.
 
            Exhiben su alegría los organizadores del esperpento, lo mismo que exhiben su indiferencia los que debieron combatirlo e impedirlo. No tienen razón aquéllos. Un 21,37% de participación de la que ni siquiera el 100% fue para decir que sí a la independencia, demuestra palmariamente que la sociedad barcelonesa en particular, y la catalana en general, dan la espalda a un proceso que, a fuerza de repetitivo, ha degenerado ya en lo cansino, lo espeso, lo tedioso, lo soporífero.
 
            Pero menos razones tienen aún los segundos para demostrar su indiferencia. Porque más allá del completo fracaso que representa llevar a las urnas a una de cada cinco personas censadas con derecho a voto en una consulta cualquiera que sea, los organizadores sí se han apuntado una serie de éxitos indiscutibles, cuyas consecuencias son, al mismo tiempo, imprevisibles e indeseables.
 
            El primero de esos éxitos es la demostración palpable y tangible de que existe un orden constitucional catalán que pasa por delante del español, por si alguno no lo tenía ya suficientemente claro. La Constitución española dice con toda claridad en su artículo 92:
 
            “1. Las decisiones políticas de especial trascendencia podrán ser sometidas a referéndum consultivo de todos los ciudadanos.
            2. El referéndum será convocado por el Rey, mediante propuesta del Presidente del Gobierno, previamente autorizada por el Congreso de los Diputados”.
 
            Condiciones ninguna de las cuales se ha producido en el actual referéndum.
 
            Cuantos prefieren esconder la cabeza bajo la tierra como se supone que hace el avestruz (curiosamente el avestruz no lo hace, pero nuestro Gobierno sí), transmiten tácita y explícitamente que el actual referéndum catalán no es anticonstitucional por la sencilla razón de que no va a tener consecuencia legal alguna. Curiosa doctrina la que convierte a un hecho en legal o ilegal en función de que la autoridad decida o no reconocerle consecuencias. Es como si un determinado asesinato quedara impune porque el Gobierno decide que no se produzca la sucesión del finado, y al mismo tiempo, que no va a perseguir el crimen. Se trata sencillamente de un argumento inaceptable en la teoría del principio de legalidad, en el que la ley está para cumplirse, no para que en cada momento el Gobierno decida si se aplica o no, o si persigue a quienes la violentan o no. No fue, en todo caso, la doctrina que se siguió cuando fue el lehendakari Ibarretxe el que convocó aquel referéndum vasco ¿se acuerdan?, que alguien me dirá en qué fue diferente del convocado ayer en Barcelona, siendo así que él mismo sostuvo que se trataba de un referéndum meramente consultivo no llamado a tener consecuencias legales. Lo que, por otro lado, demuestra el deterioro en el que ha incurrido la convivencia y el ordenamiento constitucional españoles en estos escasos siete años de Gobierno de “el que no debíó ocurrir”.
 
            Pero es que además, no es cierto que el referéndum en cuestión no fuera a tener consecuencias. No las ha tenido porque ni aún siendo legal las habría tenido: la voluntad expresada de uno de cada cinco ciudadanos de una determinada comunidad no parece el resultado deseable para un proceso tan gravoso e irreversible como el de una independencia. Más bien sería para poner punto final a la carrera de todo aquel que hubiera participado en él, entre otros un irresponsable como el actual Presidente de la Generalitat, actor importantísimo en la pantomima. Ahora bien, si se hubiera registrado un 90% de participación con un 90% de votos afirmativos, ¿me va a decir alguien que ello no habría tenido consecuencias? No se lo cree ni Caperucita Roja.
 
            El segundo efecto conseguido es tan pernicioso como el primero. Es la banalización, y con ella, la normalización, de la idea de la independencia en el subconsciente colectivo de una comunidad, en este caso la catalana. Se trata de hacer ver al ciudadano con normalidad lo que sólo forma parte del absoluto fracaso del sistema, porque eso y no otra cosa, representaría para la democracia española y para España en general -y para Cataluña también, ojo-, el que una región española abandonara “la patria común de todos los españoles”, según la define la Constitución. De parecida manera a como la legalización del aborto, y no digamos su conversión en derecho, no sólo implica el abandono de su concepción como un remedio indeseable a una situación difícil –aún así, vaya por delante, inaceptable-, sino que lo convierte en "un método más de practicar sexo”, el que consiste en solucionar mediante el recurso a él sus consecuencias indeseadas.
 
            La enésima celebración de un referéndum como el de ayer representa también, y este es el tercer éxito que se apuntan sus organizadores, una manera de agotar a los ciudadanos que, catalanes o no, estamos cada vez más hastiados de la pertinancia e impertinencia de estos nacionalistas, que probablemente sólo están esperando que un buen día digamos ya “¡basta! ¡que se larguen de una vez y nos dejen en paz!”, haciendo bueno el famoso adagio que se atribuye a aquel político nacionalista vasco llamado Guevara que se pasó al pesoísmo, quien un buen día declarara: “Se va a terminar convocando un referéndum por la independencia de los vascos, y vamos a cosechar más votos a favor en el resto de España que en el propio País Vasco”.
 
 
 
 
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