¿Limpiar el Estado de ideologías?
por Alejandro Campoy
Hasta ahora, la “aconfesionalidad” era entendida en exclusiva como la separación tajante entre cualquier tipo de creencia religiosa, que debe quedar en la sociedad, y las instituciones del Estado en su conjunto, en las que debe primar una escrupulosa neutralidad. Pues bien, el derecho fundamental a la libertad de conciencia se entiende y se aplica referido tanto a la libertad de creencias como a la libertad ideológica, incluyendo en el mismo saco tanto las ideologías como las creencias de tipo religioso.
Si fuéramos coherentes con dicha formulación, encontraríamos que también las ideologías deberían quedar convenientemente separadas de todas las instituciones del Estado, lo cual dejaría obsoletos de inmediato a los actuales partidos como cauces de representación política. El alcance de dicha separación sería mucho mayor de lo que puede imaginarse a simple vista: sería posible recuperar un poder judicial por completo independiente, el sistema educativo se vería libre también de las injerencias ideológicas, se podría profundizar en los mecanismos de la democracia directa y se convertirían definitivamente todas las instituciones públicas en entidades al servicio exclusivamente de la sociedad.
Las ideologías deberían quedar entonces limitadas a su ámbito natural de desarrollo, que es la propia sociedad, al igual que ocurre con las confesiones religiosas. ¿Cual serían, entonces, los marcos de referencia de la acción política? Serían referentes exclusivamente técnicos y jurídicos. Cada ámbito de gestión tendría que remitir su acción a los discursos especializados que constituyen el referente científico y casuístico de cada uno de ellos.
Así, la gestión de la sanidad debería realizarse en función de los requerimientos formulados por los especialistas de la sanidad, la gestión de la economía referirse a los diagnósticos que establezcan los respectivos especialistas, y así en todos y cada uno de los ámbitos de gestión pública. En una palabra, se trataría de profesionalizar las tareas de gobierno y gestión, así como la tarea legislativa y de representación política.
Profesionalizar, por tanto, todas las tareas de gestión pública; profesionalizar la justicia, profesionalizar la tarea legislativa y profesionalizar el poder ejecutivo, al propio Gobierno. Y sin embargo, con un marco de referencia último en el que deben aparecer los referentes finales de tipo moral y ético, marco que encarnaría un nuevo ordenamiento constitucional. Y estos referentes últimos siempre los constituirán aquellos aspectos en los que se ha llegado a un reconocimiento más unánime, que son los derechos humanos, sobre los que aún cabría realizar alguna profundización doctrinal mayor.
¿Sería posible, entonces, articular algún tipo de representación política que deje al margen a las ideologías? En un marco teórico, es perfectamente posible, y esto pasa por una redefinición del papel de los partidos políticos y por supuesto, del actual sistema electoral.
En cuanto a los partidos políticos, bastaría que quedaran reducidos a lo que realmente son por naturaleza: asociaciones privadas. Cada uno de ellos podría tener la ideología de referencia que le pareciera oportuno e incluso la confesionalidad religiosa que les viniera en gana, siempre que se cumpliera a rajatabla la condición de que la representación política ya no pasara a través de ellos. Serían una asociación privada más entre las miles que existen en la sociedad, del mismo tipo que una asociación de consumidores o una asociación deportiva.
Esto desembocaría en un nuevo mecanismo de representación sin partidos políticos y un nuevo sistema electoral. Una posible aproximación teórica podría ser la división del territorio en circunscripciones unipersonales, siguiendo el modelo inglés. Tomemos como ejemplo el actual Congreso de los Diputados, compuesto por 350 miembros. Si la totalidad del censo electoral son más o menos, a fecha de hoy, 34.150.000 electores, se divide esta cifra por 350, el número de diputados a elegir, y nos da una circunscripción electoral-tipo de unos 98.000 electores, cifra que se puede redondear en los 100.000
Tendríamos entonces un mapa electoral dividido en 350 circunscripciones electorales de 100.000 votantes cada una. En todas se elegiría únicamente un diputado, de entre las candidaturas que se presentaran a título individual, al margen de la pertenencia o no de cada candidato a asociaciones privadas del tipo que fueran. Cabría endurecer los requisitos a exigir a los candidatos: currículum profesional, formación académica, nivel de idiomas, y la obligatoriedad de presentar públicamente su principios, así como un compromiso exigible por ley de renuncia en el acto a su escaño en el supuesto de incumplimiento de alguno de los principios y programas con los que se ha presentado a los ciudadanos.
Unas cámaras legislativas así formadas no tendrían más ideologías que las propias y particulares de cada uno de sus integrantes, permitiendo, por ejemplo, la libertad de voto y el voto en conciencia. Y de éstas cámaras emanaría el ejecutivo, elegido de entre los profesionales más cualificados en la gestión de la cosa pública, y sujeto por completo al control de las cámaras y no dependiente de los viciados juegos de mayorías actuales ni de los chantajes de partidos secundarios.
Naturalmente, un sistema de este tipo arrojaría un sinfín de problemas de índole práctica, que podrían resolverse simplemente buscando la solución más operativa posible a cada disfuncionalidad. Pero sobre todo y por encima de todo, sería un sistema que caminaría en la dirección de poner al Estado al servicio de la sociedad, que es el gran caballo de batalla de este siglo XXI, donde hasta hoy han sido las sociedades las que han vivido bajo las botas de los Estados, en nombre de la ideología de turno y a través de las mafias formadas por los partidos políticos.