Domingo, 22 de diciembre de 2024

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Los dragones ocultos de Escrivá

por César Uribarri


A veces a lo oculto le envuelve un halo de sorpresa que, por su misma condición escondida, se torna en asunto grave y serio, hasta el punto de vergonzante. Como si esperásemos encontrar la fórmula de la piedra filosofal, o una verdad que de ser conocida, llevaría al escándalo. Algo así pasa con ciertos documentos de Escrivá de Balaguer: están bajo llave. Y la razón de fondo, la verdadera razón, es que hay miedo al escándalo. ¿A qué nos referimos? A las llamadas 3 campanadas.
 

Al hilo de la reciente película, en el que la figura de san Josemaría quiere permanecer en un plano secundario, hay cierta sensación de satisfacción. Se ha sacado de las concretas esquinas de la Iglesia a una figura que ahora pertenece al imaginario universal (son las cosas del cine). Y no al modo falaz y perverso de Dan Brawn y su Código DaVinci, sino como si tal cosa, como si pasara por ahí. Y como son cosas del carácter patrio, dado a fundar vehemencias del todo o nada, se prefiere dejar en sordina la personalidad y la obra, para evitar estridencias. Son las cosas de los santos fundadores españoles, que o gustan o rechinan. Pero no es cosa nueva, que ahí están sus obras: como la de santo Domingo, padre de los inquisidores; o la de san Ignacio y su polémica Compañía amada y odiada a lo largo de la historia; o la reforma teresiana de santa Teresa y san Juan que tantas penalidades y ataques les costó, y sigue costando; o conquistadores misioneros, tan puestos en tela de juicio pero de logrados frutos de santidad y conversión; o de fundadores desfundados, como al bueno de san José de Calasanz; o sin ir más lejos, la catequesis de Kiko Argüello y Carmen Hernández, padres de un movimiento o admirado u odiado. San Josemaría es de estos: su “Obra” o se quiere o se persigue. Y su misma personalidad no está al margen: llena de claroscuros a primera vista.

 

La película es una obra de marketing, pero de un marketing discreto. Se quiere rescatar una figura de la oscuridad de los mentirosos, pero se miente en otras cosas para lograrlo -la valoración histórica-. Y eso es peligroso. Peligroso a efectos, incluso, de marketing. Porque el hombre de hoy tiene una especial sensibilidad a lo “auténtico”. Y san Josemaría era auténtico: por eso se le quiere o se le rechaza. Pero en san Josemaría, como en los grandes santos, la tensión entre vocación y destino iba más allá de su propia persona: se sabía inmerso en una batalla que afectaba a la humanidad presente y a la del mañana. Ya no se trataba de fundar algo que Dios quería, y de mantener su obra en los caminos que entendió ver, se trataba de la misma Iglesia, de la humanidad, del destino del hombre, del bien de las almas. Lo que en resumen podría ser dicho como una preocupación por el bien de la totalidad de la Iglesia. “Dios me ha dado el don de lágrimas” decía. Y es que los últimos años de su vida los pasó a lágrima viva ante el espectáculo de despeñamiento voluntario que veía en la Iglesia. Pero ya desde los principios, aún amando la criatura de sus desvelos –el Opus Dei- andaba tentado por abandonarla y dedicarse a los “curas”, de fundar algo para ellos, de dedicarse a ellos.


Y si en esos años primeros su percepción era sociológica (veía especialmente solo al clero rural, tentado por el mundo, sin acompañamiento personal ni teológico), en los últimos años era, en cambio, escatológica. Cierto que ya desde los comienzos percibía que lo que Dios le requería no era algo circunstancial a su época, sino que debía tratarse de formalizar una catequesis permanente y perpetua sobre el hombre, el hombre cualquiera, y un Dios que le buscaba y amaba. No era cosa nueva, pero lo suyo era fundar todo un movimiento “catequético” que debía ayudar a ese hombre cualquiera de cualquier tiempo a buscar a Dios, a encontrar a Dios, a amar a Dios. La cruz en medio del mundo, el escudo de la Obra, tenía ese sentido: Dios no allá lejos, sino acompañando el camino del hombre, en relación de íntima amistad, de amor personal y profundo. Pero al mismo tiempo era escatológico y quizá lo fue percibiendo con los años. La cruz en medio del mundo porque así triunfa Dios. Y es este un tema difícil, porque a los años 60 les siguió un crecimiento económico insospechado, y sus hijos estaban en medio. Se empezó a construir la ciudad del hombre, y sus hijos arrimaban el hombro con denodado esfuerzo. La Cruz dejo de percibirse físicamente en cuanto que el “valle de lágrimas” comenzaba a presentar agradables paradas y fondas. A unos les arrastraba el éxito, y bajo capa de poner en el éxito a Dios, se dejaron tentar por los ofrecimientos del mundo. El poema de Guillén pasó al subconsciente de la Iglesia y de los hijos de san Josemaría: “No pasa nada. Los ojos no ven, saben. El mundo está bien hecho”. Y la mirada escatológica se perdió.


Pero no para san Josemaría. Y esas son las tres campanadas.
Un toque de atención, una llamada fuerte, reiterada y agónica, sobre la situación del mundo. Pero se mantienen ocultas quizá por no escandalizar. Pero san Josemaría era de carácter aragonés y no callaba. Cierto que su misma vehemencia le hizo jugar malas pasadas a sus hijos, pero su consciencia de urgencia le llevaba a esos excesos. Y si no se entiende su visión escatológica, no se puede entender su personalidad ni la fuerza con la que llevaba y gobernaba la Obra.


“Hay 3 mareas que quieren anegar el mundo”, decía, “una marea roja, otra negra y otra verde”. Y lo repetía incansable en las tertulias por medio mundo: la roja el comunismo, la verde la sensualidad y la negra las herejías dentro de la Iglesia. “Pedid al Señor que acorte la prueba”. Y a cuantos enfermos alcanzaba su voz les pedía oraciones, pero no por su Obra, sino porque el Señor acortara la dura prueba de la Iglesia que amenazaba con tragarse las almas de los hombres. En una de sus campanadas lo decía con inusitada fuerza:


"Se están causando voluntariamente heridas en su Cuerpo, que va a ser muy dificil restañar. Nos dirigimos a la Trinidad Beatísima, Dios Uno y Trino, para que se digna acortar cuanto antes esta época de prueba...Le rogamos que tenga piedad de su Iglesia, de las almas, en estos momentos que son como de locura colectiva.

¡Oyenos, Señor! Aumenta nuestra fe, más aún. Repitamos, con el centurión: tantum dic verbo (Matth. VIII, 8), di una, sola palabra, ¡una sola!, y se arreglará todo: desaparecerán esas continuas dudas, temores y vacilaciones, y en tu Nombre nos confirmarán en la fe. Mira, Señor, que andan sueltos los ángeles infieles, sueltos en la tierra como los lobos, y tu rebaño se dispersa: percutiam pastorem, et dispergentur oves gregis. “
 
 
Sin embargo sus denuncias eran conocidas incluso antes de escribir sus 3 campandas. No todo se ha ocultado. Llamativa es su homilía “La lucha interior”, que vista en clave ascética puede pasar desapercibida, pero mirada a la luz del párrafo anterior, resulta clara en su denuncia. San Josemaría no era un profeta de desventuras. Lo suyo era la catequesis vieja y nueva como el Evangelio de un Dios que mendiga el cariño de los hombres, sean quienes sean, estén donde estén. Pero como los grandes santos, su mirada, su tensión interior, abarcaba la totalidad de la Iglesia, de su marcha y su destino previsible: y lloraba, y denunciaba.
 
 
De la película de Roland Joffe parece desprenderse un “buenismo” en el juicio. No, san Josemaría era bueno con las personas, pero golpeaba las ideas “no buenas”: lo decía el mismo, misericordia con el pecador, no con el pecado. Y en sus campanadas ponía los puntos sobre las íes.
 

“Siempre es la hora de amarle, pero en estos tiempos, cuando se hace tanta ostentación de presuntuosa indiferencia, de mal comportamiento, cuando se pretende ahogar el trato personal entre Dios y la criatura con la excusa de un superficial comunitarismo; en estos tiempos, hijos, hemos de acercamos más aún al Señor para decirle: Dios mío, te quiero; Dios mío, te pido perdón.
 
Cultivemos un fuerte espíritu de expiación, también porque hay mucho que reparar dentro del ambiente eclesiástico. Debemos pedir perdón, en primer lugar, por nuestras debilidades personales y por tantas acciones delictuosas que se cometen contra Dios, contra sus Sacramentos, contra su doctrina, contra su moral. Por esa confusión que padecemos, por esas torpezas que se facilitan, corrompiendo a las almas muchas veces casi desde la infancia.
 
Cada día caigo más en la cuenta de esta urgente necesidad. Y esto nos obliga a buscar cada día más la intimidad con Dios: os aconsejo que hagáis lo mismo. Pongámosle delante, al Señor, el número de almas que se pierden y que no se perderían si no se les hubiese metido en la ocasión; almas que abandonan las prácticas religiosas, porque ahora se difunde impunemente propaganda de toda clase de falsedades, y resulta en cambio muy difícil defender la ortodoxia sin ser tachados —dentro de la misma Iglesia, esto es lo más triste— de extremistas o exagerados. Se desprecia, hijos míos, a los que quieren permanecer constantes en la fe, y se alaba a los apóstatas y a los herejes, escandalizando a las almas sencillas, que se sienten confundidas y turbadas.”
 
 
Entonces, y quizá, cuando desde muchos frentes se juzga todo esto como cosa pasada, como herida ya restañada, como valoración histórica de tiempos ya mejores, es conveniente citar de nuevo la conclusión del mismo san Josemaría en sus campanadas: “la humanidad está al borde de perder el vino del Señor”. El juicio sobre los tiempos presentes debe hacerse a la luz de sus conclusiones: hoy el vino del Señor cada vez está más olvidado y la humanidad perdiéndolo. ¿Y si se pierde? Toda la tierra se hunde, decía san Josemaría.

Pero como los grandes santos, no sólo aportaba un diagnóstico veraz, sino también la cura. Sin embargo la cura sólo se tomará con rigor, si con rigor se percibe el alcance de la enfermedad.


“La única arma que poseemos es la oración, rezar de día y de noche. Y ahora os vuelvo a repetir lo mismo: ¡rezad!, ¡rezad!, que hace mucha falta. Estoy persuadido de que esa corrupción creciente que se ve en el mundo, se debe a que muchos en la Iglesia han dejado de rezar. Vos estis sal terrae... Lo dijo el Señor: vosotros sois la sal de la tierra. y si la sal se hace insípida, ¿con qué se le devolverá el sabor? Para nada sirve ya, sino para ser arrojada y pisada de las gentes (Matth. V, 13). La sal del mundo es la Iglesia: si esa sal se desvirtúa y pierde su sabor, si la luz se apaga, toda la tierra se hunde. Es hora, pues, de rezar mucho y con amor, y de pedir al Señor que quiera poner fin al tiempo de la prueba."
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