Cuando os haga ver mi santidad os reuniré de todos los países; derramaré sobre vosotros un agua pura que os purificará de todas vuestras inmundicias. Y os infundiré un espíritu nuevo –dice el Señor– (Ez 36,23.24.25.26).
El sabor netamente bautismal que toman los últimos domingos de la cuaresma, cuando los catecúmenos están próximos a culminar su iniciación cristiana la noche de Pascua con la recepción del Bautismo, Confirmación y Eucaristía, se deja sentir desde el primer momento de la celebración. La misa es el memorial del Misterio Pascual del Señor y la iniciación cristiana no es sino la iniciación a la participación en el misterio. La vida de fe es vida en el mysterion.
Desde el bautismo, formamos parte del pueblo de la Nueva Alianza, sellada con la sangre de Cristo (cf. Ex 24). Cada celebración eucarística es memorial de ese sacrificio único, realizado de una vez para siempre, sacrificio de la Alianza y de expiación. Se nos hace presente en forma incruenta y la comunión es re-afirmación en la firmeza en la que nos hallamos, es comunión en la unión en que estamos, agraciamiento en la gracia en la que nos encontramos.
La eucaristía es actualidad, presencia, de la Cruz en que se ha manifestado la Santidad divina. Es ahí, cuando las fuerzas de este mundo parecían poder atrapar al Señor, donde más se manifiesta su trascendencia, su allendidad absoluta se hace patente en la aquendidad más pobre y miserable; cuanto más oculto parece, más se manifiesta Dios.
En el cuerpo de-formado (cf. Is 53,2), en Cristo de-formoso, resplandece la belleza de la Gloria divina. Desde lo des-preciable, la belleza del Crucificado atrae a todos hacia el pulchrum divino. En la verdad del cuerpo crucificado, la belleza divina nos atrae a su bondad. Y esa atracción es movimiento de convergencia de los dispersos en la infinitud del amor de Dios.
Todo el que ha oído la llamada y se ha dejado mover por ella con-curre con los demás a los pies de la Cruz. Ahí estábamos en nuestro bautizo, a sus pies, cuando el costado del templo fue abierto por la lanzada y derramó sobre nosotros sus aguas de vida. Ahí, cuando inclinó la cabeza y expiró; a sus pies recibimos el Espíritu.