Viernes, 22 de noviembre de 2024

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Por el diablo. Mateo 4,111

por Alfonso G. Nuño

 

Tras su unción en el Jordán, por el Espiritu, Jesús fue conducido por Éste al desierto para ser tentado por el diablo. Así el nuevo David comienza a tomar posesión de su reino. Lo mismo que que el pueblo de Israel tuvo que vencer a los príncipes que se oponían a su entrada en la Tierra Prometida, así Jesús tendrá que hacer frente a sus enemigos.
 
El pueblo salido de Egipto, después de atravesar el mar, era guiado en la noche por quien lo sacó de aquella tierra, Dios, con una columna de fuego y de día con una de nube. Jesús es conducido, tras salir de las aguas, por el Espíritu al desierto. Entrar en la soledad, el silencio y la quietud no puede ser algo nacido de nuestro propio amor, querer e interés. Lo que nace de nosotros no nos lleva al desierto. Y, sin embargo, solamente a través de esa inmensa desposesión de todo es como podemos entrar en las moradas celestes.
 
Guiado por el Espíritu Jesús caminó hacia el desierto. Secundando la moción divina y capacitados por su gracia somos nosotros quienes, en seguimiento de Cristo, tenemos que caminar hacia el vacío de todo lo que no sea Dios. Y sólo agraciadamente marchamos cuando la humildad impide que salgamos de la sombra de las alas divinas.
 
Y ocurrió para ser tentado por el diablo. Toda su vida es activo padecer. Dios se ha hecho hombre para ser tentado por una de sus criaturas, por la rebelde, por la que con mayor radicalidad no quiso obedecer. Para activamente padecer todo mal, para atraerlo sobre sí, poniéndose en nuestro lugar. Ahora la desobedicencia será la más pura obediencia, su respuesta afirmativa a la voluntad del Padre niega toda pretensión del diablo de ser obedecido.
 
Y el verdadero discípulo, guiado por el Espíritu, penetra también, siguiendo a Cristo, en el desierto para entablar el mismo combate. Sabe que antes debe sentir hambre, antes debe haber dejado de alimentar su vida de toda criatura. Porque, cuando haya atravesado esa negrura de silencio, entonces, en la quietud divina, podrá vencer donde Jesús ya había vencido por él. Ahí es el ir ya uncido al mismo yugo de Cristo para llevar, con Él, ligero su misma carga: el mal del mundo.
 
Ahora ya no es superar sin más las propias tentaciones, sino sobre todo vencer para los demás, para hacerles liviana su lucha.

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